“La indulgencia quema el alma” de Raquel García Lacasa

El crepitar de la leña era el único sonido.

Envuelta en sí misma, sentada en el suelo, se abrazaba las piernas con los brazos. Desde abajo, observaba al hombre instalado en una silla, reclinado hacia el hogar.

La mirada de ella puesta en él, la de él perdida en el fuego. Sobre el suelo del salón, los dientes de la mujer castañeaban. Mientras el frío de las baldosas calaba en ella, el cuerpo del hombre se colmaba de calor frente al fuego. No estaba segura de si temblaba por el témpano bajo sus pies o por la angustia instalada en su pecho.

A él no le importaba que se estremeciera como una hoja. Desoía los sollozos. Tenía la miraba fija en la chimenea y en sus ojos, junto al resplandor de las llamas, se escondía una mirada desquiciada. La mujer estaba atrincherada detrás de sus piernas en la dura superficie del suelo: un objeto extraviado sobre el pavimento. Imperceptible desde la alzada posición del hombre.

La mujer contemplaba el rostro del hombre refulgir por las llamas. Él permanecía impasible, haciendo inverosímil la cólera ardiente mostrada instantes previos y que ahora ocultaba bajo la piel. Una ira escarlata como el rojo vivo de las brasas.

Ignoraba el rescoldo de una mancha situada sobre el pómulo derecho de ella, junto al ojo, que auguraba el nacimiento de un cardenal. Un cardenal que se sumaría a muchos más.

De improviso, él la miró. Sus miradas coincidieron. Ella dejó de respirar. Dejó de sentirse invisible.

Entonces, ella lo supo.

No temía a los golpes. Temía saber que se los perdonaría siempre.

Y eso la aterró más que cualquier otra verdad.

“Luz de Candil” de Cristina Paola Santini

Estaba oscuro, estaba tan oscuro allí dentro que uno podía ver siluetas sibilantes en cada recoveco. A nuestro paso, pasadizos se abrían y volvían a cerrar, fundiéndose en la negrura un segundo más tarde. Habíamos comenzado caminando en fila, con las linternas delante rindiendo un círculo de luz a nuestros pies, paso a paso.

Dentro de una cueva la humedad y las sombras crean un ambiente fantasmal, opresivo, y la intensidad de la sensación de desasosiego que evoca casi provoca euforia.

El pasillo se estrechaba, dando paso a un surco achatado por el que tuvimos que avanzar a gatas y, finalmente, a una pendiente rocosa y encharcada. El techo estaba tan bajo en aquella zona que la única forma de seguir adelante era reptando, con la cabeza alta y las rodillas aferradas a los cantos de las piedras.

Estábamos por alcanzar el nivel más bajo. Una vez allí, tendríamos que avanzar a nado hasta la apertura que llevaba a la segunda sala, el objetivo final de nuestra expedición.

Durante el camino, prestaba atención para sentir el repiqueteo del agua. Los ecos dentro de una cueva tienen una calidad especial, albergan profundidad; de algún modo, enterrado bajo toneladas de tierra, todos esos matices que en la superficie no existen aquí danzan y se entremezclan creando nuevas cadencias. Puede resultar confuso para el aficionado, pero para el oído experimentado, es como un canto que te guía de vuelta a casa. Por eso, cuando lo oí, supe enseguida que no era algo natural.

Era un sonido crujiente y áspero, como el repiqueteo de la tierra escarbada. Era difícil discernir su procedencia: a veces parecía cercano, otras veces era tan débil que dudaba realmente de haberlo oído. En un intento de escucharlo más claramente, me detuve dentro del túnel; al ir en cabeza, supuse que los demás se darían cuenta de ello en cuanto me alcanzasen.

El eco de miles de gotitas cayendo resonaba a todo nuestro alrededor, adquiriendo una calidad hueca de un vacío abrumador. Tan solo podía sentir mi respiración agitada y el pulso caliente en mis sienes. No había ningún otro sonido que perturbase la quietud de la gruta. Ni si quiera el de mis compañeros.

El túnel era tan estrecho que era imposible girarse para ver si estaban detrás y, a pesar de que podía llamarles, no lo hice. Algo me incitó a mantenerme callado.

Podía ser una maniobra imprudente, pero si seguía adelante, tal vez un kilómetro más, llegaría a la boca de la antesala y podría dar la vuelta para regresar por donde habíamos venido.

Sin atreverme a mover un centímetro la vista del frente, avance lo más rápido posible por el túnel. La arcilla y las rocas resbalaban bajo mis rodillas y se clavaban en las palmas de mis manos. El camino, más adelante, estaba compuesto por piedras calizas y había multitud de coladas que se abrían a él. La luz del frontal se agitaba e iluminaba parcialmente algunos de los orificios, creando sombras temblorosas. Entonces volví a oírlo, cada vez más alto. Como si algo se acercase rápidamente.

Intentando levantar el cuerpo de la tierra me apresuré cuanto pude. A través de las aperturas en la roca, unas luces circulares se asomaban, cegándome momentáneamente. No me atrevía a mirar, pero no pude evitar verlo por el rabillo del ojo. El ruido de tierra removida era ahora ensordecedor.

Su silueta era fluida, su contorno se estiraba y desdibujaba como las sombras bajo las luces de un candil. Sus cuerpos relucían como envueltos en limo resbaladizo y, ¡oh Dios!, sus rostros… no quise admitir lo que reconocí en ellos. Avanzaban ya a mi par, emitiendo unos quejidos secos y desgarrados. Desesperado, tomé impulso, empujándome con todo lo que pude hacia delante. Mi cuerpo choco con una pared de aire frío mientras el suelo desaparecía debajo de mí. Lo último que sentí fue el impacto contra el agua. Segundos más tarde, otro golpe sordo caía detrás de mí.

“Por cuatro billetes arrugados” de Marc Arrebola

El hombre apartó el cenicero de cristal, aún humeante y repleto de chustas de cigarrillos de liar—los de él— y colillas de Winston—las de ella— y cogió los cuatro billetes arrugados que había debajo. Removió entre la ceniza, rescató una de las boquillas blancas y naranjas y se la puso en la boca. Con un movimiento automático, sacó el mechero de uno de los bolsillos traseros de sus vaqueros y se lo acercó a los labios. Al mismo tiempo, ahuecó la otra mano alrededor del medio cigarrillo, protegiéndolo así de la leve corriente de aire que sacudía las amarillentas cortinas de aquella habitación de motel.

—Flut, flut.—El sonido de la piedra gastada rompió el silencio de la habitación. Sacudió el mechero con movimientos cortos y volvió a probar. Esta vez la llama sí asomó, tímida pero firme. Dio cuatro caladas hasta quemarse los labios. Era lo más cerca que solía estar de los labios de las mujeres. Nunca las besaba, solo fumaba de uno de sus cigarrillos a la mañana siguiente mientras ellas aún dormían. Hasta quemarse los labios.

Volvió a dejar la colilla en el cenicero de cristal mientras miraba con desprecio las arrugadas curvas de la mujer tumbada en la cama. Había estado a punto no acostarse con ella, de marcharse alegando alguna excusa inverosímil, pero al final lo hizo. Siempre lo hacía.

“Verdades oficiales” de Sandra Díaz-Pinto

“Me parece curiosa la manera en la que nosotros mismos creamos la realidad en la que vivimos”. Yo soy un perro simple. No me avergüenza admitir que no sé nada sobre el mundo. No comprendo el funcionamiento de la mayoría de procesos y tampoco pretendo hacerlo. No es que suela darle muchas vueltas a cuestiones filosóficas, pero cuando dijiste eso, me alivió pensar que yo también podría tener la habilidad de cambiar mi perspectiva si así lo quisiese.

Un día me desperté y no estabas. Todo lo que había conocido hasta entonces se había transformado con tu ausencia. Tú sabes que no tolero bien los cambios. Me gustan mucho las rutinas, saber lo que me espera cada día. Agradezco la falta de sorpresas que me brindan los hábitos diarios. Es incluso reconfortante no tener que decidir nada por mí mismo. Cuando esa mañana no salimos a pasear como cada día, me angustié mucho.

Salí a buscarte. No podía comer ni dormir debido a mi estado de alerta. Tu presencia se me insinuaba en cada ruido y está en mi naturaleza tener esperanza, así que no desistía en aferrarme a ella. La ciudad olía diferente y yo intentaba distinguirte entre los nuevos olores que se iban adueñando de las calles. 

Tras varios días buscando, entré por un callejón y advertí los chuchos que siempre rondaban por el barrio rebuscando en basuras. Solía mirarlos con una mezcla entre desprecio y pena. Su absurda existencia me hacía sentir especial. Me habías elegido para tener un peso en tu vida. Yo era importante porque te importaba a ti.

Me acerqué al contenedor esperando encontrar algo que llevarme a la boca. Sin éxito y decidido a marcharme, escuché cómo hablaban sobre una catástrofe y sobre cómo los más afortunados habían huido al país vecino.

Entonces se dieron cuenta de mi presencia. Yo me acurruqué en una esquina y cerré los ojos. 

Ahora, al abrir los ojos, estás delante de mí. No suelo sacralizar las situaciones, pero debo de reconocer que encontrarte ha acabado por parecerme un milagro. Todo mi alrededor se ha vuelto cálido, todo se ha reconstruido. Es curioso, ya no siento dolor ni hambre. ¿Cómo lo has hecho? Sabía que no me dejarías solo, que me protegerías. Me quieres y has venido a buscarme. 

De todas formas, la verdad es solo una versión de las cosas que te quieres creer. Pienso en tu amor por mí. Me inunda una calma profunda.

“Sendero” de Alba Cid

Al salir por la puerta vi el cielo teñido de rojo debido a los primeros rayos de sol. Una parte de mí esperaba que el hombre no apareciera, pero oí llegar su camioneta. Bajé los peldaños y entré en el coche; durante el trayecto sólo habló de la importancia de la caza. Aparcó al pie de una verde colina recubierta de una fina capa de escarcha. Estiré las piernas y al contacto con el suelo el frío recorrió todo mi cuerpo, cerré la puerta y eché el rifle al hombro.

Empezamos a andar, él siempre delante de mí. Me limitaba a contestar sus preguntas con miedo a que, tal vez por el leve temblor de mis labios, fuera a adivinar mis intenciones. Tras andar durante una hora encontramos una llanura rodeada de altos árboles. Supe que había llegado el momento. Descolgué el arma y sin hacer ningún movimiento brusco le apunté a la espalda. Mis manos temblaban y el sudor resbalaba por mi frente, entonces él se giró hacia mí. En sus ojos no hubo indicios de miedo ni de sorpresa, sino la certeza de que no sería capaz de disparar. Un estruendo quebró el silencio del bosque, la nariz se me llenó del olor a pólvora: sus ojos bajaron poco a poco hacia su estómago, dónde se extendía una oscura mancha de sangre, cayó al suelo todavía vivo.

Los nervios me habían hecho fallar y sabía que no iba a ser capaz de volver a disparar, pero si lo dejaba allí tendría la oportunidad de arrastrarse hasta la carretera. Lo até y mis ojos se encontraron con los suyos: tenía los ojos de una bestia a punto de saltar sobre su presa.

Recorrí el mismo camino para bajar mientras pensaba en lo que debía hacer: al volver a casa me cambiaría de ropa y me sentaría en la entrada, cuándo mi madre se despertara le diría que el hombre no había aparecido.

Abrí la puerta de casa y me apresuré a ir a mi habitación, dónde me quité la ropa manchada de barro y sangre y la escondí al fondo del armario. Escuché unos pasos en la cocina; mi madre se acababa de levantar. Me puse ropa limpia, sequé el sudor de mi frente y salí del cuarto. Ella, todavía en pijama, estaba preparando café.

–Creía que ibas a salir a cazar con él. – Me dio una humeante taza y se sirvió otra para ella.

–No ha aparecido. – Di un sorbo, todavía estaba muy caliente.– He estado esperando fuera pero he cogido frío y he vuelto a entrar.

El hombre había empezado a venir a casa al acabar la guerra, después de la muerte de mi padre. Muchas familias habían perdido a hijos, padres, hermanos o maridos, pero en el pueblo seguía habiendo muchos hombres. Al ganar la contienda habían venido sabiendo que las casas añoraban a aquellos que no habían vuelto de la guerra, que había vacíos que creían poder llenar. Mi madre había conocido al hombre en el mercado, se había acercado a ella con la promesa de estabilidad y una nueva vida. Con el paso del tiempo vi como cedía poco a poco, no porque creyera sus palabras, sino porque le daba miedo rechazarlas.

Yo me mantenía distante y trataba de ignorarlo, hasta que un día acepté una de sus invitaciones para salir a cazar, con la intención de quitárnoslo de encima para siempre.

Mi madre se fue al mercado y aproveché el poco tiempo que tenía para limpiar las manchas de la ropa. Me duché y ordené la casa. Cuando mi madre volvió recogí las bolsas de comida y las guardé en silencio, mientras ella ponía agua a hervir.

–Dicen que no se ha presentado al trabajo. – Me miró de reojo. – He pasado por delante de su casa pero parecía estar vacía, tampoco estaba la camioneta.

No respondí. Salí de la cocina y me senté frente al televisor; subí el volumen para evitar que la conversación continuara.

Volví a recorrer el sendero. Hacía una semana que había dejado al hombre allí. Era la tercera vez que lo visitaba. Mientras subía miraba como el sol se reflejaba en la poca nieve que quedaba alrededor del camino. Llegué a la llanura y me horroricé ante la imagen que encontré. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y tuve la sensación de que el frío se apoderaba de mí. El hombre, todavía con las ataduras, había sido arrastrado hasta unas rocas y tenía unas profundas mordeduras por todo el cuerpo. Estaba completamente desfigurado.  A cada segundo que pasaba oía los latidos de mi corazón cada vez más fuertes, acompasados con mi agitada respiración. Me acerqué al cadáver y recogí las roídas cuerdas para guardarlas en mi bolsa; miré al hombre una última vez, por mucho que me esforzara, no conseguía distinguir su rostro. Empecé a bajar el sendero corriendo: a cada paso las montañas me parecían más altas, el camino más largo y el sonido de mis pisadas me hacía creer que alguien me seguía. El viento me golpeaba con tanta fuerza que parecía que trataba de arrastrarme junto al cadáver. Traté de despejar mi mente pensando en lo que debía hacer a continuación: deshacerme de las cuerdas y, al llegar a casa, lavar toda la ropa.

“Lana” de Aina Oliva

I

Se puso su vestido rojo esa noche. Para Lana, el aspecto físico era una especie de juego, un baile de disfraces: a veces era una extravagante alma libre con desenfadados rizos y vestido floral amarillo, y otras se convertía en una futura promesa empresarial con una refinada melena lacia y un blazer color crema. Pero esa noche lo que necesitaba para triunfar era su vestido rojo.

Se onduló el cabello. No todo, solo las puntas. Con determinación. Todas las ondas eran simétricas, armónicas. Lana tenía carencias, no era perfecta. Pero su pelo lo era. Y no tenía problemas mintiéndose a sí misma. Se empolvó la cara unificando sus delicadas facciones, confeccionando una piel de porcelana. Así era Lana. Una muñeca. Bonita y complaciente. Depositó el pincel en su tocador para sopesar de qué color pintarse los labios. El sensual color carmín frente al elegante color vino. Optó por este último, concluyendo que evocaba mejor al lujo y a la fama. No poseía nada. Lo quería todo.

Se escuchó la bocina de un coche desde la ventana. Antes de salir de su apartamento, se miró al espejo. Sonrió. No de satisfacción por sí misma, por quién era, por la belleza que lograba proyectar. Se sintió útil. Le invadió un orgullo típico de alguien que acababa de realizar el mejor trabajo de su carrera. Para Lana, estar guapa era eso: un trabajo.

Destartaladas escaleras. Lana fue incapaz de contar la de veces que las había maldecido. En lugar de eso, le vino a la cabeza otra cifra: dos, tres horas como máximo, y no volvería a pisar ese edificio. Ninguno, en realidad. Tendría una mansión en New Hampshire, Maryland, apuntando alto. Todo lo que había hecho: todas las mesas que ha limpiado, todos los pisos que ha fregado, todos los piropos que ha soportado. Todo tendría sentido esa noche. Había estado toda su vida conduciendo, solo conduciendo por la autopista, sin frenar, en camino abierto. Ese día se detendría en su destino. O en su desgracia, quizás.

Allí estaba él, esperándole. Era atractivo de un modo dolorosa e irremediablemente inefable. Sí, definitivamente, se enamoró en cuánto lo vio. Era el Lamborghini más hermoso que había visto. Y el único. Pero fue amor a primera vista. Y de él, salió Roger.

Le tendió la mano y Roger se la besó. Tenía el pelo ligeramente canoso, pero se camuflaba con cierta gracia con su cabello caramelo. Sus ojos verdes, ligeramente rasgados, eran cautivadores. Tenía planta, había que admitirlo. Para tener unos cuarenta años, se le marcaban los músculos bajo la camiseta blanca acompañada por una gabardina negra. Cuando puso esa sonrisa ladeada, a Lana le dio un pinchazo en el corazón. El hoyuelo izquierdo. Ese dichoso hoyuelo era lo único que podía desestabilizarla.

Roger la invitó a subir al coche. Pensándolo bien, fue un detalle que la recibiera personalmente, en lugar de limitarse a enviar a su chófer.

Al sentarse en el asiento de atrás, se percató inmediatamente de su presencia.

—Lana, ¿Conoces a mi hija Debbie?

Claro que la conocía. Cada peca de su cuerpo, cada mueca contenida, cada atisbo de nerviosismo. Lana conocía cada ápice de su ser. Debbie era como una tristeza de verano que la acompañaba allá donde iba. Divisó su hoyuelo izquierdo en cuánto le sonrió tímidamente. Mierda. Lana necesitaba casarse con Roger. Pero también estaba enamorada de Debbie.

II

Lana se reunió a medianoche con Thalia y Morgan en la puerta de New Passion, la única discoteca decente en todo Connecticut, situada en la capital, Hartford. El trayecto había durado casi una hora y media desde Willimantic, la pequeña ciudad donde vivía Lana y la más pobre de todo el estado. Allí, la concepción que se tenía del ocio era lanzar piedras en el arroyo y aguardar expectantes a que rebotasen en el agua se había convertido en la máxima aspiración de los jóvenes. Lana no encajaba en aquel lugar.

Aquel día le había pedido a Henry, el dueño del bar en el que trabajaba, que la librase del turno de noche, con la promesa de recuperar horas durante el fin de semana. A Henry, que se encontraba sentado haciendo caja cuando Lana se lo propuso, no le hizo ninguna gracia. Fue entonces cuando a Lana se le cayeron unas servilletas en la mesa y tuvo que inclinarse para recogerlas, propiciando el roce del brazo de su jefe con el de su escote. Al volvérselo a preguntar, fingiendo la expresión más angelical que pudo, obtuvo otra respuesta, acompañada de una sonrisa lasciva y repugnante a partes iguales.

A Lana le compensaba pensar que, cuando se fuese lejos, dejaría atrás a todos los Henrys que se había encontrado a lo largo de su vida su vida, de los que se había aprovechado, pero que le habían hecho perder la ilusión de sorprenderse ante la generosidad ajena. Nadie era generoso con Lana de manera genuina. Lo cierto es que ella tampoco lo era. Todos resultaban predecibles, así que la forma de conseguir lo que quería de ellos también lo era. Ya nadie lograba desconcertarla.

No todo el mundo se gasta el salario de una semana en coger tres autobuses para ir a una discoteca. De hecho, Lana tampoco lo hacía con frecuencia, pero no era la primera vez que se desplazaba tan lejos de casa para una sola noche. Era selectiva con los eventos a los que asistía, ya que para ella no eran fiestas sino oportunidades.

Conoció a Thalia y a Morgan en una de esas oportunidades. Ella estaba apuntada a todas las agencias de modelaje y él era técnico de sonido. Ambos tenían una autoestima exacerbada que Lana aborrecía, pero esta aumentaba su ahínco por triunfar. Y si lo conseguían, Lana esperaba que recordasen esas joviales veladas y su condescendiente amistad.

Thalia le hizo señas desde lejos, con el ceño fruncido de fastidio por la tardanza. Lana se dispuso a saludarla alzando la mano, pero el impacto de un hombro contra el suyo se lo impidió. Lana iba a replicarle, pero se contuvo al recordar el tipo de gente con el que se regodeaba en aquellas fiestas. Así que, se limitó a girarse para contemplar a quien le había arreado el empujón. Era una chica que se giró a su vez para mirarla. El cruce de miradas fue tan efímero que a Lana no le dio tiempo a memorizar sus facciones. Solo alcanzó a distinguir una cabellera que refulgía como las llamas.

Al volver a mirar al frente, Thalia y Morgan habían desaparecido.

III

Lana se había pasado la mitad de la noche buscándoles y no hubo manera de encontrarlos. No le caían bien, pero admiraba su elevada confianza en sí mismos, pues les había llevado más de una vez a acercarse a la zona VIP sin invitación. A veces les funcionaba y les proporcionó el contacto del cámara de la última película de una productora menor. A Lana todavía le faltaba el valor suficiente para acercarse por sí misma, así que le venían bien Thalia y Morgan.

Saturada, Lana decidió despejarse y entró al baño a lavarse la cara. Al levantar la vista, se dio cuenta de quién era la chica a su lado.

Era la pelirroja con la que se había chocado antes. Se estaba retocando el maquillaje y perfilándose los labios de un intenso tono malva. Sus miradas se encontraron en el espejo. La chica esbozó una sonrisa traviesa que contrastaba con la expresión risueña que le otorgaba su hoyuelo izquierdo.

— Creo que nos hemos cruzado antes. Me llamo Debbrah, pero puedes llamarme Debbie.

—Lana.

—¿Te lo estás pasando bien?

Lana tardó en asimilar que era a ella a quien se dirigía. No entendió el porqué de su intento por iniciar una conversación a partir de banalidades. Sopesó la respuesta que iba a darle mientras la chica la miraba de forma cálida, expectante.

—Bueno, a decir verdad, he perdido a mis amigos.

—Vaya, imagino que eso debe ser una putada —chasqueó la lengua compadeciéndose.— Ves, es algo de lo que no tienes que preocuparte si vienes sola. No puedes perderte a ti misma.

Lana no estaba de acuerdo.

—¿Has venido sola?

—Sí, me apetecía salir.

Lana se preguntó cómo debía ser hacer algo simplemente porque te apetecía.De repente, la chica ensanchó su sonrisa y puso los ojos desorbitados en una mueca dramática que casi hace reír a Lana. Empezó a dar saltos de alegría

—¿Oyes eso? ¡Me encanta esta canción!

Sin añadir nada más, cogió a Lana por el brazo, y la arrastró hasta la pista de baile.Bailaron. Las horas se volvieron minutos, pero los segundos duraron toda una vida. El cuerpo de Debbie se mecía con una gracia que envolvía al de Lana, siguiendo un mismo compás, divagando la una sobre la piel de la otra. El nivel de la música era estridente, acompañaba la multitud arrolladora que bailaba frenéticamente. Pese a ello, Lana y Debbie se encontraban en una atmósfera de privacidad, donde lo único que percibían era una melodía suave que acompañaba la intimidad del momento.

Lana abrió los ojos. Debbie                           estaba mirándola.

Lana se preguntó qué se sentiría al besarla.

Debbie la besó.

IV

¿La fugacidad no nos define o es todo lo que somos? Aquella reflexión deambulaba por la habitación mientras sentía que las paredes se cernían sobre mí.

A pesar de que Debbie insistiese en llamar a alguien para que me llevase de vuelta a Willimantic, preferí volver sola en bus. Thalia y Morgan no me habían llamado ni una sola vez durante la noche. Eso sí, sus redes sociales estaban plagadas de fotografías donde aparecían rodeados de todo tipo de aspirantes a famosos. Por una vez, no ansié estar con ellos. Me parecía todo demasiado pretencioso. Sobre todo al compararlo con la complicidad fortuita que tuve con Debbie.

Tenía una resaca terrible, pero eso a mi jefe no le iba a importar. Me había dicho que hoy debía trabajar y Henry no era una persona conocida por su flexibilidad. En cualquier caso, agradecía tener algo con lo que distraerme.

Abrí el grifo de la ducha y di un respingo cuando el agua congelada me roció. Aún tenía suerte de que no me la hubiesen cortado. Llevaba tres meses dando largas a mi casero y no sabía hasta cuándo iba a funcionar el aletear las pestañas garantizándole que encontraría una forma de pagarle,.

No tenía intención de hacer nada con él. Si tenía que ganarme la benevolencia de un hombre, no sería la del dueño de un primero sin ventanas en una ciudad obsoleta. Sin embargo, la insinuación funciona; y mucho. Si me preguntáis por qué, creo que es porque las personas vivimos de la expectación. La gente está más dispuesta a ayudarte si se imagina lo que puedes ofrecerle que si se lo ofreces.

Luché inútilmente para que el frío no me calase en los huesos. Finalmente, dejé que mi cuerpo en tensión me evadiese. Mi mente aniquilaba automáticamente cualquier recuerdo del cuerpo de Debbie sobre el mío. La imagen de sus ojos centelleantes o su flamante melena se disipaba a medida que el agua corría y corría. Seguí así hasta tener la piel tan gélida que fui incapaz de evocar el calor que emanaba la suya. No quería rememorarlo. No podía.

Me puse el uniforme de trabajo. Consistía en una minifalda rosa pálido y suéter ajustado del mismo color.

Era denigrante pero efectivo. La dignidad nunca me había dado de comer en Willimantic. Aparentaba poseerla, y en el fondo, me autoconvencía de que así era. La decencia era deseable. Sin embargo, había renunciado a ella hacía mucho tiempo, aferrándome a la prospección de un futuro en el que pudiese ser la más digna de todas. No solo sería dueña de mi vida, si no que llevaría una vida a la que muy pocas personas pudiesen aspirar. Eso lo compensaría todo. O eso creo. Yo también vivo de la expectación.

De camino al trabajo, la pantalla de mi móvil se iluminó. No me sorprendí al comprobar que era Thalia. Así era nuestra relación. Intermitente. Esa dinámica era buena y mala. No depositaba toda mi confianza en ella y tampoco la hacía partícipe de mi día a día. En lugar de lamentarme por ello, agradecía ahorrarme los aspectos minuciosos e íntimos de una amistad.

—Hola, ¿Cómo estás? —Le hablé sin mostrar rencor por haberme dejado tirada La noche anterior. El rencor no era práctico.

—No podría estar mejor. —Desde el otro lado de la línea pude imaginármela relamiéndose los labios en una ensanchada sonrisa.— Tía, no te vas a creer lo que me pasó ayer. Me enrollé con un director de cine muy rico y muy famoso. ¡Tiene todo lo que me gusta! Me parece que me estoy enamorando.

En ese momento odié a Thalia.

—El caso es que hoy me ha invitado a comer con un amigo suyo. Por lo que me ha dicho, es igual de rico e igual de famoso que él. Viene sin acompañante y he pensado que podía interesarte.

En ese momento amé a Thalia.

En teoría trabajaba hasta la tarde, pero no me lo pensé dos veces antes de aceptar.

—¿A qué hora y dónde?

—A las dos; y ahora te mando ubicación. Tu cita se llama Roger. Roger Price.

Los vestidos eran las prendas favoritas de Lana. Siempre lo habían sido. Cuando era una niña y residía en un albergue compartido, su único juguete era una muñeca de trapo. La muñeca en sí no le gustaba especialmente. Estaba deshilachada y usada, ya que los demás niños también jugaban con ella de vez en cuando.

Lana podía tolerarlo, pero los vestidos que le cosía los guardaba como oro en paño. Lo que le gustaba era vestirla. Transformarla. Poco importaban los lugares por los que hubieran arrastrado a la muñeca o cuán sucia estuviese al final del día. Si le ponía un vestido, fingía que la muñeca no había sido mancillada.

Lana se puso un vestido.

Henry se había enfurecido cuando Lana le dijo que se encontraba mal aquel día y que no podría ir a trabajar. Sin embargo, sabía que se le olvidaría al día siguiente cuando apareciese con el minúsculo uniforme de siempre. Por eso era tan importante conocer ese día a Roger Price. Si Lana jugaba bien sus cartas, dentro de poco su guardarropa estaría compuesto únicamente por lino y satén. Exponerse a una sanción de Henry era una apuesta a futuro: sacrificar su mediocre rutina por una vida anhelada. Así se sentía Lana. Girando y girando en una espiral de disconformidad a un ritmo monótono e insustancial. Sin embargo, esa insatisfacción la atrapaba y parecía que todo sucedía a velocidad vertiginosa, asfixiante. Solo se ralentizaba si veía oportunidad de escapar.

La mansión costera de Cameron (el amante de Thalia) era una de esas oportunidades. Situada en Greenwich, la región más rica de Connecticut, conocida por su propensión a las sedes financieras, y a su inclinación hacia las actividades navales. Por si la colección de yates de Cameron no fuera lo suficiente pretenciosa, habían traído Lana desde Willimantic en avión privado. Por muy ostentosa que hubiera sido la maniobra, los habitantes de Willimantic ni se inmutaron cuando el vehículo sobrevoló la ciudad. Se sorprendieron, sí. Pero sus rostros no denotaban ambición alguna, ni había recelo en sus miradas. Lo contemplaron desde tal distancia que a Lana le heló la sangre. Le heló la sangre corroborar que vivía rodeada de espíritus carentes de deseo, de cambio. Y fue ahí cuando advirtió claramente la urgencia de huir de su mundo repleto de autómatas sumidos en su rutina y mitigando sus sueños.

Lana iba escoltada por los guardaespaldas de Cameron, que la acompañaron hasta la entrada. La recibió una empleada ataviada con un uniforme de trabajo que, en lugar de ser austero ―como Lana imaginaba― o sugerente ―como Lana acostumbraba― era elegante. No le atribuyó la burda etiqueta de criada, ni se evidenciaba que fuera de otra clase social a la de los anfitriones. De hecho, podría haber pasado perfectamente por una invitada. La condujo hasta Cameron, Thalia y Roger y, cuando este último la miró, Lana supo que le cambiaría la vida.

Era la misma mirada que le estaba dedicando desde el asiento delantero de la limusina. Expectante, feliz por vincular a las dos mujeres más importantes de su vida: su hija y su novia. Sin embargo, Roger no sabía que Debbie y Lana se conocían mejor entre ellas que a su propia sombra. Lana miraba a Debbie como si estuviera viendo por primera vez. De hecho, eso debía fingir. Sin embargo, el recuerdo de su sus primeras palabras y su primer beso, cuando iban achispadas por el alcohol en aquella discoteca en Hartford, acudió de inmediato en su mente.

Hablaron y bebieron. Bebieron y rieron. Rieron y follaron. La habitación de invitados de una casa en Greenwich fue donde Lana se enamoró de Roger. Se dio cuenta de que su relación no sería tan frívola como ella pensaba. Esperaba encontrarse con un multimillonario aburrido de las nimiedades diarias, que la acogería en su vida como un accesorio novedoso. Sin embargo, pese a que le pareció un hombre sereno y cauto, le sorprendió la sinceridad de su sonrisa y su sentido del humor tan particular. Le gustó que le preguntase por su vida y le gustó aún más tener la confianza para contársela sin pretensiones.

Advirtió interés genuino en conocerla.

A veces, las personas te cautivan sin saber el porqué. La soledad es el estado humano natural hasta que llega alguien que la transgrede, que traspasa el yo para crear un nosotros. La vida está formada por momentos y es en la intersección entre estos donde nos damos la oportunidad de conocer a alguien, y le invitamos a ser partícipe de los próximos instantes que vivamos. Es muy difícil volver a coincidir con alguien. Hay que ser selectivo con la gente con la que queremos tener recuerdos en común. Lana solo había seleccionado a dos personas. Una era Roger. La otra era Debbie.

V

Las pestañas casi le rozaban las mejillas al pestañear. Eran largas y curvadas, con la punta rojiza. Simulaban un abanico que custodiaba unos preciosos ojos añil. El vestido, del mismo color, se amoldaba a la perfección a su delicada figura. Unos rizos pelirrojos caían como una cascada sobre su espalda desnuda.

Lana siempre se había preguntado cómo una persona de apariencia tan impoluta podía ser tan desenvuelta. Se enamoró de Debbie por sus ganas de vivir la vida, y de vivirla con ganas.

Le gustaba cuando salían por la noche y se quedaba bailando a pesar de que ya habían encendido las luces y de que la gente se marchaba. Lana la observaba en silencio durante unos segundos, embelesada por la sensualidad de sus movimientos y la seguridad en sus acciones. No bailaba para gustar o para llamar la atención de nadie. Sabía que era atractiva, pero lo era para sí misma. Y eso era lo que más admiraba y envidiaba Lana. Debbie bailaba con una sonrisa y con los ojos cerrados, pero atrapaba a Lana mirándola, le guiñaba un ojo y le hacía señas para que bailase con ella.

Le hacía gracia su indecisión al pedir en un restaurante. Le decía al camarero que quería pescado. Cuando este se estaba yendo, añadía una ensalada. Cuando se alejaba, vociferaba con cierto pudor que también le apetecía probar la pasta de la casa. Luego ambas se miraban y Debbie se reía como una niña pequeña que acabara de hacer una travesura. Al final, de nada servían sus múltiples elecciones, ya que acababa atiborrándose de aperitivos y pidiéndole a Lana que le ayudase a terminarse su comida.

Le parecía muy dulce que la despertara a besos después de pasar una noche juntas y que no desistiera a pesar del mal humor de Lana por las mañanas. Algunas veces, Lana cedía y se dejaba envolver por el cariño de Debbie. Hacían el amor mientras los primeros rayos del sol se filtraban por la ventana y se cernían sobre sus cuerpos desnudos, unidos al mismo son, al mismo compás. Otras veces, sin embargo, era arisca y le pedía a Debbie que la dejará dormirse de nuevo. Esta acababa por levantarse de la cama despotricando sobre lo malhumorada que podía llegar a ser la gente al despertarse. No obstante, volvía a los diez minutos con un café recién molido, con un toque de canela y nata por encima.

Debbie era energía y pureza. Era libre y valiente. La capitana de su propia alma, la maestra de su propio destino. Dominaba al mundo con su carisma y vitalidad, impasible ante la amargura o al aburrimiento. No le importaba lo que pensarán los demás. Con Debbie no habían trucos. Era ella y era suya. Pero no tan suya como para no compartir su mundo interior. Sus «te quiero» eran sinceros y sus destinatarios gozaban de lealtad incondicional. Todo lo que poseía lo compartía si podía, si te quería.

Lo que más amaba Lana de Debbie era su pasión. Sin embargo, esa pasión manejaba todo su espectro de sentimientos. No solo amaba y reía más intensamente que la mayoría de las personas. También odiaba y lloraba con más vehemencia que el resto. Lana era consciente de que ella podía a ser altiva y cruel, incluso malvada. Debbie no lo era, pero le resultaba imposible atenuar su frustración o su sufrimiento y, al exteriorizarlo, podía ser despiadada.

Roger aguardaba una reacción por parte de las dos.

Lana miraba a Debbie implorándole discreción. Debbie sonreía, siempre sonreía.

Roger trataba de interpretar la situación.

Lana sabía que le debía a Debbie una explicación. Debbie camuflaba su dolor con una sonrisa. Roger comenzó a exasperarse.

Lana le dirigió a Roger una sonrisa nerviosa.

Debbie comprendió la naturaleza de Lana y dejó de sonreír.

—¿Sucede algo?—Quiso saber Roger.

Y entonces el triángulo de miradas entre Roger, Debbie y Lana dejó al descubierto a los tres implicados. Y entonces Lana comprendió que había jugado con dos personas y que amaba a ambas.

Y entonces Debbie entendió que habían jugado con ella y que no la amaban.

Y entonces Roger supo que el juego lastimaría a todos los que amaba. Sí, sucedía algo.

La gabardina negra envolvía a Roger cubriendo cada recoveco de su cuerpo. El mismo cuerpo que Lana había contemplado infinidad de veces, poniendo especial atención al movimiento de su pecho cuando le robaba una risa, o a la tensión de sus hombros cuando se enfrentaba a un problema. Sus brazos abarcaban todo el torso de Lana al abrazarla y su nuez recorría su garganta mientras su cerebro elaboraba una respuesta ingeniosa.

Algunos dirían que el porte de Roger era imponente, regio, incluso. Quizás era cierto, pensaba Lana, pero a mí me reconfortaba. El contraste entre una apariencia que helaba y un corazón que ardía era lo que componía la esencia de Roger, la profundidad del hombre al que Lana amaba.

Lana siempre había creído que la franqueza es aquello de lo que se despoja uno cuando alcanza la fama. No puedes evitar ser lo que eres, pero puedes camuflarlo el tiempo suficiente para no exponerte a la pérdida de tu estatus. Roger le había roto los esquemas.

Roger no actuaba como un famoso. Roger actuaba como una persona que era famosa. Y era más persona que famosa. Lana había comprobado esto cuando acudía cogida de su brazo a fiestas de la alta sociedad, donde se codeaban con gente de la industria de Hollywood. Cada cruce era una nueva oportunidad para cerrar un trato importante o reforzar la relación con un contacto prometedor. Sin embargo, Roger la miraba como si fuera la única persona de la habitación. Se le acercaban un gran número de personas durante toda la noche, cada una más interesada que la anterior, y no obstante, la sonrisa cómplice que Roger le dedicaba a Lana mientras sorteaba la pretensión de la gente le demostraba que su único interés residía en ella.

Cuando volvían a casa, se tomaban la última copa de champán mientras rememoraban entre risas a la remilgada mujer que afirmaba rotundamente ser la reencarnación de Marilyn Monroe, o al mayordomo borracho que le había prometido revelarle quién mató a Kennedy a cambio de un papel. Después, Roger se quitaba la gabardina que le otorgaba la rígida imagen de empresario. Lana sonreía para sus adentros cuando se le relajaban los músculos y solo quedaba el hombre que quería hacer el amor con la mujer a la que amaba.

Roger vivía el estrellato como una consecuencia, no como un objetivo. Era trabajador y disfrutaba de lo que hacía. Nunca se aferraba a su reputación para conseguir algo, sino que se preocupaba por la calidad de todos y cada uno sus proyectos. Lana le admiraba por ello y le quería por hacerle descubrir una nueva perspectiva del mundo de la fama. Una menos falsa, más feliz. Lana siempre había anhelado ser famosa para tener posesiones y reconocimiento. Pero Roger le enseñó que su mayor posesión era su propio reconocimiento: estar orgulloso de ti mismo es lo que nos hace felices, decía Roger, y ser feliz es lo que nos hace sentir vivos.

Lana se sentía viva y era feliz. Lo sabía. Y también sabía que nunca lo hubiese sido de no ser por Roger. Siempre le estará agradecida por hacer de algo tan efímero como la fama algo tan eterno como el amor.

El amor por sí misma; por sus orígenes y por sus logros; por poder compartir ambos con la persona que tenía al lado. Era inexplicable como Roger conseguía que se sintieran los dos solos en un mundo atestado: su unión y su complicidad traspasaba lo corpóreo.

Lana supo que esa unión y complicidad se habían quebrado cuando Roger descubrió la verdad. Se desabrochó los primeros botones de la gabardina con tal nerviosismo que deshilachó la prenda, para acabar despojándose de ella y dejándola en el asiento trasero, entre Lana y Debbie. Entonces, Lana comprendió que Roger se había roto y que ella sería lo siguiente de lo que se desprendería. Se dio la vuelta, arrancó el coche y condujo. Debbie lloraba en silencio. Roger gritaba en silencio. Lana amaba y odiaba en silencio. Les amaba y se odiaba. Les había mentido a ambos. ¿Contrarrestaba eso la verdad de sus sentimientos? Había vivido dos amores paralelos y, pese haberse entregado a los dos de manera sincera, no podía evitar sentirse mala persona. ¿Hasta qué punto la versión completa de la historia distorsiona el lado bueno de las personas?

Los pensamientos de Lana pasaban por su cabeza a la misma velocidad que el paisaje se escurría por el borde de la ventana. Roger aceleraba y aceleraba. Nadie decía nada y el silencio lo decía todo. Todo se volvía difuso. Los sentimientos de Lana se diluían como si fuesen pinceladas de Munch y estas arrasaron consigo los recuerdos de que alguna vez había sido amada. Roger frenó.

—Baja.

Lana abrió la puerta y salió del coche prácticamente empujada por la fría ventisca. Y consigo salió volando la gabardina.

VI

El silencio se instaló en el coche como un pasajero más. Roger y Debbie le acogieron igual que si fuera una manta que cubría cada emoción reprimida y cada lágrima contenida. Una manta de la que Lana había tirado con precariedad, dejándolos con un cúmulo de sentimientos que no sabían digerir. Roger sabía su historia con Lana. Debbie sabía su historia con Lana. Pero ni Roger ni Debbie sabían el punto en el que ambas historias confluyeron. Ninguno de ellos sabía tampoco si les apetecía descubrirlo.

Finalmente, fue Roger quien habló.

―¿Lo sabías?

Debbie no dijo de inmediato que no y aquello la abrumó. Quizá siempre lo había sabido. No concretamente que Lana estuviese saliendo al mismo tiempo con su padre y con ella. Pero era consciente de que Lana no se comprometía con las personas sino que comprometía a las personas con ella. Les daba lo mínimo para que la amasen con locura. Y eso la volvía escurridiza, sibilina. No sabías qué hacía de puertas para afuera, pero tampoco querías darle muchas vueltas porque de puertas para adentro era toda tuya.

―Que eras tú no.

Una mezcla de odio hacia sí misma y de furia hacia Lana se apoderó de ella. ¿Cómo se había dejado degradar así? -pensó. De repente, el motivo de toda esta aflicción se la trasladó a Roger. Su padre seguía impasible mientras conducía y aquello enervó más a Debbie.

―¿Por qué no mencionaste en algún momento que tu novia tenía mi edad? Es enfermizo.

―¿Enfermizo? Enfermizo es que mi hija no tenga confianza conmigo para decirme que le gustan las mujeres.

―Debería habértelo dicho, así quizás hubiésemos averiguado que nos estábamos follando a la misma.

―¡Deborah! Cállate, joder. Le iba a pedir que se casara conmigo esta noche. Lo tuyo es solo un amor adolescente.

―¡Que sea un amor diferente al tuyo no le resta valor! ¡Deja de creerte el puto centro del mundo por ser un director de cine, Roger Davis!

Debrah rompió en llanto. Sabía que no estaba siendo justa con su padre y que no había abordado bien la situación. Pero aquello le dolió y mucho. La edad no hace más o menos real un sentimiento. Tampoco el tiempo o la cercanía. No quería que cuestionase lo que podía llegar a sentir, lo que había sentido.

―Yo la amo, papá.

La palabra que más caló en Roger fue papá. Desde que estaba con Lana se había olvidado de ejercer ese papel. Su hija estaba sufriendo y él solo propiciaba más dolor. Ahora mismo, esa emoción nublaba todos sus sentidos. Estaba dolido porque la persona a quien creía su confidente ocultaba confidencias dolorosas. Confidencias que dolían a Debbie, a quien se había olvidado que amaba. Su foco de atención había estado tan puesto en Lana que todo lo demás había dejado de existir. Y tuvo que irse Lana para que Roger se diese cuenta de todo lo que ella había opacado.

―¿Cómo la conociste?

―En una discoteca de Hartford. ¿Y tú?

―En casa de Cameron, en Greenwich. Silencio.

―No podía presentársela a nadie porque no quería que se supiese que es bisexual. Es una aspirante a actriz y le da miedo que eso pueda perjudicar su carrera. No fue por ti, papá. Fue por ella que te lo oculté.

―Entiendo. Nunca me habló de su orientación sexual. Ella tenía miedo de que la prejuzgases por ser joven y que tuvieses una opinión anticipada. Siempre hablaba de que se ganaría tu afecto una vez os conocieseis. Sin embargo, nunca propuso una presentación entre vosotras, y no quería forzarla. Yo te hubiese especificado su edad sin problema.

Silencio.

―Papá.

―Dime.

―¿Crees que ella lo sabía?

―Es Lana, nunca lo sabremos.

Se miraron por el espejo retrovisor y se sonrieron. Fue una sonrisa cargada de aprensión y de pena. Era extraño lo mucho que habían normalizado la situación. Ambos sabían que esto dañaría su relación.

Surgirían reproches de vez en cuando y la incomodidad seguiría vigente un tiempo. Pero los dos sabían que eran víctimas y que la única antagonista de esta historia era Lana.

VII

Flash.

La cámara captó la vislumbre de los focos proyectada en su pelo azabache. Sus rizos se contorneaban en el gélido aire nocturno con tal desenvoltura que parecían impulsar su paso seguro. Se giró con apacible suspicacia, una ambivalencia que solo Lana podía lograr. Sonrió con los labios color sangre, tan hermosos como mordaces, que tanto habían herido a quienes habían sucumbido a ellos.

Pero eso al público y a los paparazzi no parecía importarles. La aclamaban. La vitoreaban y la fotografiaban como si les perteneciese. Y en cierto modo, así era. Cada persona que pronunciaba su nombre con la firmeza de creer conocerla enterraba más a aquella joven de Willimantic.

Sus tacones repiqueteaban contra la alfombra roja. La fuerza arrolladora que caracterizaba cada movimiento de Lana produjo admiración en la gente. Pero era un grito de auxilio.

Habían humanizado a una falsa Lana, al producto que el imaginario colectivo había creado. Bien, humanizar es un término demasiado humano para describir cómo se la habían apropiado.

A la vez, la idealización que se había hecho de ella la apartaba, la alejaba de todo lo demás. La veían como un juguete, una muñeca de porcelana, tan hermosa que te daba pena sacarla de su envoltura por si se rompía. Sin embargo, Lana se había anticipado: ya era un juguete roto.

Los periodistas se le acercaron con cortesías fingidas para preguntarle a la actriz más joven que había ganado un Óscar, nominada más de sesenta veces y catalogada como la mejor intérprete de la década, lo que todo el mundo quería saber: ¿Tiene pareja?

Lana rió con la misma falsa modestia y se escudó en respuestas ambiguas para salir del paso. Con la llegada de más famosos, aprovechó el gentío para retirarse a fumar.

Era curioso cómo su único vicio era lo que menos la consumía. Siempre había tenido pareja y nunca había fumado, ¿cuándo había empezado a reemplazar las llamas por el humo?

Las lágrimas le lamían las mejillas con la misma indiferencia con la que la fama le había absorbido el alma. El único lugar en el que no lloraba era en las fotografías de las revistas. Cuando no la exponían, invertía el tiempo lamentándose de su suerte.

Era una estrella, decían. Si se suponía que las estrellas debían estar en el cielo, ¿Por qué ella estaba en el infierno?

“Una noche indiferente” de Oriana Vento

Después de diez años, el amor no fue suficiente. Es más media de noche y observo la calle oscura y silenciosa a través de mi ventana, ha estado lloviendo intensamente durante las últimas horas y finalmente parece que el cielo va a despejarse. Todos en esta pequeña ciudad duermen, pero yo no consigo conciliar el sueño. Me pregunto qué estará haciendo Sofía, ¿sentirá dolor o alivio? ¿Tendrá compañía? ¿O estará sola, al igual que yo, preguntándose si el amor está condenado a acabarse? Todo, sin excepción, nace y muere. ¿Por qué el amor no habría de regirse por las mismas leyes que gobiernan el resto del universo? Tal vez el amor está también destinado a morir.

La lluvia finalmente ha dejado de caer y siento el agradable petricor de esta noche borrascosa. Mis pensamientos oscilan de un lado a otro y estoy convencido de que no lograré dormir.. Cojo un abrigo y decido salir a caminar: las calles vacías son el escenario propicio para liberar los pensamientos y los sentimientos. Un escenario romántico, filosófico. Mis zapatos producen un sonido peculiar al caminar sobre el suelo mojado, pero aparte de eso, no hay ningún otro sonido que irrumpa la quietud de este momento. Sofía y yo solíamos caminar por estas mismas calles, cogidos de la mano, ilusionados por la promesa de un futuro juntos.

Sofía sonríe. Yo sonrío. Su mirada tiene un brillo especial, una paz y una sinceridad que eclipsa cualquier otro matiz. Sus cabellos son como los rayos del sol y sus ojos como un océano profundo. No existe nadie más en el mundo, salvo ella y yo.  –¿Cuánto más me harás esperar? –dice con una sonrisa radiante observando el pequeño bulto del bolsillo de mi abrigo. –Sí, quiero casarme contigo –declara entre risas eufóricas. Sofía siempre ha sido una mujer inteligente, siempre un paso por delante de mí. 

Camino por aquellas calles vacías y me pregunto si algún día seré capaz de amar a otra persona. Dentro de mí tengo la certeza de que el fantasma de Sofía no me abandonará nunca; el amor y el dolor que compartimos lo llevaré conmigo siempre, como un tatuaje impreso en mi espíritu.. Aún recuerdo la tristeza en sus ojos cada vez que la prueba de embarazo salía negativa; recuerdo cómo aquella alegre y amorosa mujer se convertía en una lúgubre sombra de lo que una vez fue, cómo su risa se fue desvaneciendo con el pasar de las estaciones y cómo el brillo en sus ojos se apagó para dejarnos en la más completa oscuridad. Sofía no era consciente de cuánto ansiaba ser madre hasta que el universo decidió arrebatarle esa posibilidad: pronto nos enteramos de que éramos incompatibles para tener hijos. Era como si la vida se quisiera burlar de nosotros por habernos atrevido a amarnos con una intensidad que invitaba a ser desafiada. Ninguno de los dos deseaba enfrentar la situación. Mi culpabilidad me hizo abandonarla en los momentos más desconsolados y la alejé tanto de mí que nos convertimos en islas, inalcanzables el uno para el otro, incapaces de comunicarnos. Ella era infeliz y su infelicidad me carcomía lentamente como los bacilos a los leproso, desgarrando mi alma con cada lágrima derramada en silencio.

Un sonido retumbante interrumpe mis pensamientos de forma abrupta, un hombre pasa corriendo a mi lado  antes de voltear la esquina. Mi corazón se acelera. Unos segundos después otro hombre con un revólver aparece súbitamente frente a mí. Otro sonido retumbante. Me mira con ojos furiosos y se da cuenta que no soy yo a quien persigue. Duda por un momento y luego decide abandonarme a mi suerte para seguir con su persecución. La sangre brota de mi abdomen, caigo en el asfalto con la mirada en el cielo. Es una noche sin luna pero las estrellas brillan esplendorosamente solo para mí. El miedo me invade al entender que mi fugaz vida está por llegar a su fin. Veo el firmamento mientras pasan mis últimos minutos y todo en lo que puedo pensar es en Sofía. –Oh, Sofía, lamento no haber cogido tu mano cuando debí hacerlo, lamento no haberme acercado a ti. Moriré y no sabrás que nunca dejé de amarte–.  El frío recorre mis venas con fuerza, como un rayo abriéndose paso entre la oscuridad y luego cediendo ante la tempestad de la muerte. Siento la vida abandonarme con cada segundo que pasa. ¿Qué sentido tuvo mi vida si no pude preservar el amor? Mis ojos han quedado fijos en el cielo mientras siento una lágrima correr por mi rostro. El amor se me escapó y, de la misma forma, la vida ha de escapárseme ahora. Y allí yazco yo, un hombre destinado a morir en la soledad y en el silencio de una noche indiferente.

“Vistes al poble” de Laia Güell Bolaño

Al carrer Major 59 sempre hi ha hagut una casa abandonada. Elegant i recoberta d’enfiladisses, la casa té fama entre els habitants del poble d’estar encantada. Durant els dies més calorosos de l’estiu, els nens i les nenes del poble es tempten entre ells a banyar-se a l’estany del jardí descuidat, sense que cap d’ells s’atreveixi realment a fer-ho. Mares i pares han hagut d’entrar a la casa infinitat de vegades a través dels vidres trencats per rescatar els infants més valents, els que superen la por d’entrar a la casa posseïda i cauen al forat del mig del menjador. És una casa màgica només pel fet d’existir, capaç de provocar horrors només de mirar-la.

La Irene mira a través de la finestra de carrer Major 59. El te ha emboirat el vidre, però això no l’impedeix observar amb ulls clucs la fascinant vista del poble tranquil.

―No vols sortir, avui? ―la Selene interpel·la la seva filla, més pendent del mirall que de la noia, mentre s’acaba de posar les arracades per sortir―. Saps que al final hauràs de sortir, no? No et pots estar tancada en una mateixa habitació tota l’eternitat, estimada.

La Irene aparta la vista dels nens que criden al costat de l’aigua per mirar la seva mare. L’Eloise entra al menjador amb les dues germanes de la Irene. Dedica un somriure a la seva esposa i l’agafa de la cintura abans de deposar-li un bes a la galta ben maquillada.

―Estimada, preparada per sortir?

―Irene, vens? ―el somriure trapella omple la cara de la Lilith. La Irene no respon. Totes les presents saben la resposta.

―No molestis la teva germana, Lilith ―la Selene agafa la mà de la seva filla gran i les quatre dones es dirigeixen a la porta. Només la filla mitjana es gira per parlar amb la Irene de nou.

―Irene, hauries de començar a pensar en sortir ¾la veu de l’Anna, angelical.

La filla petita de la família invisible es queda vora la finestra quan totes han desaparegut. Observa el pati que dona al camí descuidat. Mira més enllà, a la pastisseria on les filles de l’alcalde compren llaminadures. Observa i escolta atentament com els marrecs rebels intenten convèncer els seus guardians que els deixin anar a la piscina municipal. Sobrevola el petit poble amb la mirada i es fixa en tothom, en grans i petits. Somriu de veure com dos nois es confessen aquell amor que els cremava dins seu, plora amb la noia que acaba de perdre la seva germana en un terrible accident de tràfic. La Irene en té prou amb els seus ulls i aquella finestra trencada per veure tot el món. No li cal sortir a fora, al contrari que a la seva família, que semblen incapaces de gaudir de la bellesa de la vida si no surten de la casa ruïnosa que porta segles guardant-les. Ningú entén com pot la Irene controlar el poble a distància, però totes pensen que sortir de casa li aniria bé per intentar enfortir els seus poders. Al cap i a la fi, ella és l’única de la família que no només pot morir al ser oblidada, sinó que també pot morir a mans de mortals. Però els poders? Els poders de la Irene son molt superiors als de la resta, tant que més d’un cop ha intentat ajudar l’Anna a millorar, sense èxit. Ella sembla ser l’única amb la capacitat de controlar mortals a distancia.

Es fixa en la plaça i en l’Anna, que ajuda una noia que estava cantant a trobar la calma per tornar a començar l’estrofa. L’entristeix veure com la Lilith riu les gràcies dels nois que es consideren superiors a la resta. Potser es queda més estona de la que caldria veient amb emoció com les seves dues mares, agafades de la mà, caminen pel poble sense que els importi el que puguin dir d’elles, visibles per tothom. Feia segles que la Irene no les veia manifestar-se a ulls dels mortals, i se li escapa una llàgrima al veure el somriure de la Eloise. Sent converses i riu amb les padrines que, quan no parlen del futur dels joves, especulen si algú comprarà mai Major 59. La Irene es fixa en tot el poble i tot el poble sembla implicat en no fallar les expectatives de la Irene. La pau que la noia transmet podria semblar una nimietat, però és gràcies a la seva constant atenció i cura que els nens poden jugar al carrer, que els grans fan el safareig sense preocupar-se d’enfadar ningú, i que els avis poden jugar al domino amb total tranquil·litat. La Irene se sent revitalitzar amb el poble cada vegada que la pau es manté, i ella és més que conscient que això mai ho canviarà el sortir o no de la casa per passejar-se per aquells carrers que ha recorregut tants cops des de la finestra.

Però la Lilith té altres plans. Cansada que les seves germanes siguin moralment superiors a ella, les protectores de la pau i de la bondat, està decidida a ser ella d’una vegada per totes el centre d’atenció. Per això fa que tots els nens del poble acabin al forat del terra del menjador de Major 59. Per això permet pecats entre els carrers cuidats per la Irene. Per això anima els dos caçadors a entrar a la casa elegant i abandonada, els guia entre els laberíntics passadissos fins que troben una finestra trencada plena de baf de te calent. L’estaca travessa el pit de la seva germana i ella gaudeix cada segon del lament que se li escapa de les entranyes, consumint-se ràpidament. Procura registrar ca-da instant de l’udol perquè l’acompanyi durant la resta l’eternitat. Simula estar desolada quan les seves mares troben el cadàver, i fingeix que no està feliç per l’increment de pecats al poble. Pau i malicia, la Lilith sempre ha estat per sota la seva germana, però ja no s’ha d’amagar, ja no ha de fingir voler un món com el que busca la resta de la seva família. Ja no ha de fingir que li importa que la seva germana Anna mori per totes les pèrfides accions que no pot evitar, l’únic que la Lilith veu és l’augment dels seus estimats patiments. Les seves mares li ho recriminen però ja no tenen poder sobre ella, ja no tenen força suficient per intentar equilibrar el món.

El sol s’apagarà quan renunciï a evitar tots els nous mals, la lluna la seguirà, incapaç de deixar la seva esposa sola en una dimensió diferent. Els homes que van matar la germana de la Lilith s’acabaran de descompondre sense ser tan sols enterrats, s’oblidaran amb obscena facilitat els crims que van matar l’Anna. Amb el temps, tot el poble quedarà buit, mort sense que ningú tingui interès per repoblar-lo. Restarà completament buit, a excepció la casa del carrer Major 59, que sempre s’havia dit que estava abandonada tot i que hi viu el dimoni més perillós del planeta.

“Impacto” de Robert Prat

Seguía sin saber cómo había llegado al hospital. Así que, consciente del estado en el que se encontraba el cableado, me apresuré a leer de nuevo aquellas últimas líneas con la poca luz restante del día:

«Los párpados del bebé seguían inmóviles mientras el gusano se hundía en su pupila. Nunca había visto el infierno tan de cerca

No recordaba haber escrito aquello, ni siquiera reconocía mis trazos en esa caligrafía quebrada. Al pasar página, un pedazo de papel cayó deslizándose entre las hojas del diario hasta las sábanas blancas de la camilla. En ese momento regresó la enfermera.

-Recuerdas algo?

Negué con la cabeza.

-Tómatelo con calma, no quieras leerlo todo hoy. Estas cosas llevan su tiempo.

La enfermera insistió en llevarse el diario, pero lo pude conservar bajo la promesa de no abrirlo durante la noche.

Cuando me hube quedado solo en la habitación, le di la vuelta al papel caído. Era una fotografía. En ella aparecía yo junto a otro hombre algo más joven. Ambos vestíamos ropa militar. Yo sonreía mirando a cámara mientras él, con aspecto mucho más grave, sujetaba un rifle con el brazo izquierdo. Su otro brazo no estaba, un vendaje alrededor del hombro insinuaba una amputación.

La noche cayó y prendí una vela para seguir leyendo, incumpliendo mi promesa. Retrocedí desde la última página, tal y como me había recomendado la enfermera. Pasé cinco hojas hasta encontrarme con aquella frase:

«Escribir es hablar con Dios.»

«Dios». La palabra despertó en mí un rechazo profundo. De repente, me pareció oír mi propia voz discutiendo con otra:

-¿De verdad crees que esto es hablar con Dios?

-No lo creo, lo sé.

-Si tu Dios existe, debe de esconderse más allá de la frontera. Lejos de las alfombras de cuerpos adolescentes que pisamos con nuestras botas.

Sentí que empezaba a recordar, quise absorber aquel diario y recuperar lo que me pertenecía. Dejé atrás varias hojas llenas de íntimas reflexiones y vivas imágenes bélicas hasta que algo despertó mi memoria dormida.

En una de las páginas, los trazos abruptos que había estado descifrando cesaban de repente y daban paso a una caligrafía elegante en una última frase:

«Ayer perdí el brazo y, de no ser por mi hermano, hubiese perdido también la vida.»

Entonces lo recordé, aquel no era mi diario. Bajé acelerado de la camilla y corrí nervioso por los pasillos. Ahora recordaba el impacto y los gritos de dolor de mi hermano. Seguí corriendo entre jadeos hasta llegar al dormitorio. Desperté a cuatro personas antes de dar con la enfermera.

-¿Dónde está?

Pese a estar medio dormida supo de lo que hablaba. -Lo siento.

“-Mode avió-” de Nna Recasens

Ara els avions volen més a baix que els núvols, la llum del sol és capaç d’impregnar-se als teus llavis i fa dies que confonem el fred per ona de calor. Ja en fa molts dies. Parlo d’una calor diferent a la del microones del marbre fet de poemes recitats. Sí, t’ho repeteixo, hi ha un microones damunt d’un marbre que està fet únicament de poemes recitats. Tinc el seu soroll en «mode repetició», «repetició», «repetició», «repetició», al meu cervell. Em bull el cap i d’entre el ressò, truquen al timbre. Si? Són lliris, m’avisen que l’absència de sol els està ofegant perquè aquest segueix tot incrustat als teus llavis. Me’ls regales. I jo ja tinc el sol. I em beso amb ell. I allà s’hi fa niu. I caliu. I una estança fugaç. I… el sol és el que et succeeix entre la gola i el pit.

Allà tu comences a escriure―

―i allà on aprens que has de deixar de fer-ho. El soroll del microones segueix recordant-te que si la sopa està calenta té més gust, però tu avui no soparàs. Plores. Les papallones a la panxa no són de nervis perquè t’agrada algú sinó de l’ansietat que et genera que no t’agradis ni a tu mateixa. El parlo d’un plat de sopa.                                                                            Silenci.

Cauen

tres

llàgrimes.

Tres.

La primera regalima a poc a poc per la galta fent brillar la intimitat que tenen les pedres. Perquè, com és el cel en l’interior d’aquestes? ―crec que ara mateix soc pedra―. La segona és gran, acumula tot el silenci. Tot. Diuen que acumular a vegades és bo i t’explico de nit que el meu magatzem de cúmuls i cúmuls de silenci parlava per si sol. Sense el meu consentiment. I jo allí m’hi sentia a gust. M’hi sentia acariciada. Encara que les carícies siguin mentida, diga’m tu quin cos, quan només és cos, no busca una ment (qualsevol) on refugiar-se. I quan dic ment, dic la capacitat d’unes mans inconfusibles. D’unes carícies tímides. La tercera només és la que ràpidament contacta amb el llavi superior i en voler sentir-ne el sabor amb la punta de la llengua―

―prou. Aquella llàgrima no era salada. Tenia el gust dolent de les coses que saps que no tornaràs a provar. El cor i els sentits es preparaven. Cada llàgrima ja en sabia la funció. Vaig caure i m’esperava el terra. Un terra fruit del record, de la memòria d’èpoques grises.

[gris: color intermedi entre blanc i negre.]
Aquí intermedi és important.

Els avions segueixen volant, els teus llavis estan fets de sol i tu i jo hibridem entre el fred i la calor del microones que es reté en el marbre. Com bé ja saps, el marbre construït per poemes recitats.

Per sort només ets un record,

t’he posat en «mode avió».

Ets memòria, tres llàgrimes, lliris i un petó.