“Una noche indiferente” de Oriana Vento

Después de diez años, el amor no fue suficiente. Es más media de noche y observo la calle oscura y silenciosa a través de mi ventana, ha estado lloviendo intensamente durante las últimas horas y finalmente parece que el cielo va a despejarse. Todos en esta pequeña ciudad duermen, pero yo no consigo conciliar el sueño. Me pregunto qué estará haciendo Sofía, ¿sentirá dolor o alivio? ¿Tendrá compañía? ¿O estará sola, al igual que yo, preguntándose si el amor está condenado a acabarse? Todo, sin excepción, nace y muere. ¿Por qué el amor no habría de regirse por las mismas leyes que gobiernan el resto del universo? Tal vez el amor está también destinado a morir.

La lluvia finalmente ha dejado de caer y siento el agradable petricor de esta noche borrascosa. Mis pensamientos oscilan de un lado a otro y estoy convencido de que no lograré dormir.. Cojo un abrigo y decido salir a caminar: las calles vacías son el escenario propicio para liberar los pensamientos y los sentimientos. Un escenario romántico, filosófico. Mis zapatos producen un sonido peculiar al caminar sobre el suelo mojado, pero aparte de eso, no hay ningún otro sonido que irrumpa la quietud de este momento. Sofía y yo solíamos caminar por estas mismas calles, cogidos de la mano, ilusionados por la promesa de un futuro juntos.

Sofía sonríe. Yo sonrío. Su mirada tiene un brillo especial, una paz y una sinceridad que eclipsa cualquier otro matiz. Sus cabellos son como los rayos del sol y sus ojos como un océano profundo. No existe nadie más en el mundo, salvo ella y yo.  –¿Cuánto más me harás esperar? –dice con una sonrisa radiante observando el pequeño bulto del bolsillo de mi abrigo. –Sí, quiero casarme contigo –declara entre risas eufóricas. Sofía siempre ha sido una mujer inteligente, siempre un paso por delante de mí. 

Camino por aquellas calles vacías y me pregunto si algún día seré capaz de amar a otra persona. Dentro de mí tengo la certeza de que el fantasma de Sofía no me abandonará nunca; el amor y el dolor que compartimos lo llevaré conmigo siempre, como un tatuaje impreso en mi espíritu.. Aún recuerdo la tristeza en sus ojos cada vez que la prueba de embarazo salía negativa; recuerdo cómo aquella alegre y amorosa mujer se convertía en una lúgubre sombra de lo que una vez fue, cómo su risa se fue desvaneciendo con el pasar de las estaciones y cómo el brillo en sus ojos se apagó para dejarnos en la más completa oscuridad. Sofía no era consciente de cuánto ansiaba ser madre hasta que el universo decidió arrebatarle esa posibilidad: pronto nos enteramos de que éramos incompatibles para tener hijos. Era como si la vida se quisiera burlar de nosotros por habernos atrevido a amarnos con una intensidad que invitaba a ser desafiada. Ninguno de los dos deseaba enfrentar la situación. Mi culpabilidad me hizo abandonarla en los momentos más desconsolados y la alejé tanto de mí que nos convertimos en islas, inalcanzables el uno para el otro, incapaces de comunicarnos. Ella era infeliz y su infelicidad me carcomía lentamente como los bacilos a los leproso, desgarrando mi alma con cada lágrima derramada en silencio.

Un sonido retumbante interrumpe mis pensamientos de forma abrupta, un hombre pasa corriendo a mi lado  antes de voltear la esquina. Mi corazón se acelera. Unos segundos después otro hombre con un revólver aparece súbitamente frente a mí. Otro sonido retumbante. Me mira con ojos furiosos y se da cuenta que no soy yo a quien persigue. Duda por un momento y luego decide abandonarme a mi suerte para seguir con su persecución. La sangre brota de mi abdomen, caigo en el asfalto con la mirada en el cielo. Es una noche sin luna pero las estrellas brillan esplendorosamente solo para mí. El miedo me invade al entender que mi fugaz vida está por llegar a su fin. Veo el firmamento mientras pasan mis últimos minutos y todo en lo que puedo pensar es en Sofía. –Oh, Sofía, lamento no haber cogido tu mano cuando debí hacerlo, lamento no haberme acercado a ti. Moriré y no sabrás que nunca dejé de amarte–.  El frío recorre mis venas con fuerza, como un rayo abriéndose paso entre la oscuridad y luego cediendo ante la tempestad de la muerte. Siento la vida abandonarme con cada segundo que pasa. ¿Qué sentido tuvo mi vida si no pude preservar el amor? Mis ojos han quedado fijos en el cielo mientras siento una lágrima correr por mi rostro. El amor se me escapó y, de la misma forma, la vida ha de escapárseme ahora. Y allí yazco yo, un hombre destinado a morir en la soledad y en el silencio de una noche indiferente.

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