“Conclusión”, de Olga Cabrera Vivo

Y la verdadera pregunta es: ¿realmente existe un límite entre el bien y el mal? ¿o todo depende del cariz con el que se mire?

Todos creemos conocer esa respuesta, ¿verdad?  Pero, ¿tú qué harías si vieses amenazada tu vida o aún peor si vieses en peligro a lo que más amas en este mundo? Te pregunto:¿serías capaz de matar?

No seas tan ágil en tu respuesta. Deja que te cuente mi historia y después ya decidirás qué responder.

Yo era como tú, una persona normal. Normal es una palabra que hoy en día se considera políticamente incorrecta. Nada se puede considerar normal; hoy lo correcto es decir: lo común. De esta manera no ofendemos a quien la sociedad considera fuera de sus preceptos.

Esta historia que quiero relatarte pasó hace ya muchos años. En aquellos momentos tenía un trabajo agradable que nos daba lo suficiente para subsistir y para nuestro entorno éramos una familia de lo más corriente.

Si me hubiesen preguntado antes de esa tarde, yo hubiera respondido a voz de grito que jamás podría hacer daño a nadie. Que la vida de uno no es un motivo suficiente para sacrificar la de otros.

¡Dios! Qué joven e ilusa, y qué imbécil era.

Mi marido Salvador y yo éramos los porteros en una finca de gente de bien en la zona alta de Barcelona. Cuando me quedé preñada del “amor de mi vida” apenas acababa de cumplir los diecisiete y tenía en mi cabeza unos sueños y deseos de vivir que se vieron truncados ante la falta de la regla.

Una vez mi estado se hizo evidente empezaron las discusiones entre nuestros padres, pero aquello no tenía arreglo. Mi barriga no daba más opción que el casorio para así enmendar una situación vergonzosa y acallar las habladurías del barrio cuanto antes.

Di el “Sí, quiero” sin pensar demasiado en ello, en Santa María de Mar un 12 de septiembre y mi Biel llegó a este mundo cruel el 31 de diciembre de ese mismo año. Imposible acallar las voces ponzoñosas de las vecinas porque el crío, encima fue prematuro. La fecha prevista del parto era para el catorce de febrero- y Biel se encargó de que fuese imposible el disimulo y proclamó con su nacimiento a los cuatro vientos que sus padres habían cometido el pecado antes del matrimonio.

Mi suegro nos consiguió el trabajo. No estaba mal: yo me encargaba de la limpieza de la escalera y del portal, y Salvador controlaba el acceso y el correo. La comunidad de vecinos nos cedió un pequeño apartamento en el entresuelo. Apenas dos habitaciones y un baño, pero teníamos un techo, ganábamos un poco de dinero y yo podía estar con el niño.

En el ático, la Señora de Honorio del Valle también había tenido un hijo hacía muy poco. Un chiquillo precioso de tres kilos y medio que nació a los dos meses de nacer mi Biel.

Los sábados por la tarde, cuando bajaban los del Valle para pasear por la Bonanova, mi marido solícito les abría las puertas del ascensor y yo me apartaba a un lado observando el lujoso cochecito y las opulentas ropas que llevaba puestas la criatura.

Mi mirada iba de la escalera, al mocho y de ahí, al pañuelo que llevaba anudado alrededor de mi cuerpo y que ocultaba dentro a mi pequeñín dormido. Sus ropas desgastadas por los años y por los lavados nos las había donado de manera gratuita Cáritas.

Los meses fueron pasando deprisa. Yo, afortunadamente, no tenía muchos ratos de ocio para pensar en qué había ocurrido con todas mis ilusiones y esperanzas ya que ni viajes, ni fiestas, ni estudiar mecanografía,… nada de aquello se iba a materializar.  Atrapada en un matrimonio forzado, tenía una criatura que dependía de mí y no iba a permitir que a él le pasara lo mismo que a su ignorante madre.  

Las familias de la casa estaban contentas con nosotros. Salvador era buen trabajador. Se le daba bien el trato con la gente era educado y también un buen manitas. No había día que no lo llamaran de algún piso para alguna faena de mantenimiento. De mí nadie parecía quejarse, aunque apenas me relacionaba con los vecinos: mi timidez y mi vergüenza me impedían entablar otra conversación con los inquilinos más allá de los buenos días y buenas tardes.

Me consta que les hacía gracia ver a una niña ejerciendo de madre y esposa. Pero, en esa época, si jugabas a ser mayor antes de tiempo asumías tus responsabilidades, era lo que había que hacer.

El niño del Valle y mi Biel se hicieron amigos. Los niños, ya se sabe, quieren niños con los que jugar y la Señora me pidió una tarde si podía encargarme un ratito de su retoño. La Señora del Valle padecía de fuertes jaquecas que la obligaban a meterse en la cama y a permanecer a oscuras ya que la luz la mortificaba.

Yo, en un principio, no sospeché nada. Me quedaba con el señorito y me sentaba en mi humilde morada a ver como los dos mocitos jugaban y lo pasaban bien. Pero pronto percibí algo extraño, una conducta que se repetía de manera cíclica cada semana. Algo que no era normal.

La chica de los del Valle bajaba al vástago y me pedía por favor que cuidara de él porque la señora estaba en el lecho por culpa de la migraña. Me decía que en un ratito cuando la medicación le hiciera efecto la madre bajaría a buscar al niño. Era su tarde libre y ella había quedado con su novio, se iba de paseo a La Rambla. No estaba dispuesta a no ver a su pretendiente por cuidar de un niño rico.  Y allí se marchaba calle abajo con su precioso uniforme de doncella tan limpio y almidonado.

Yo acogía a la criatura encantada y mi Biel lo recibía con los brazos abiertos. Qué gran sonrisa se dibujaba en mi rostro cuando los escuchaba parlotear en un idioma que sólo ellos entendían.

Las semanas iban pasando y me percaté que siempre a los diez minutos de salir la muchacha de los del Valle, Salvador recibía una llamada por el telefonillo interno.

A veces me decía que eran los García que se quejaban porque tenían el baño embozado, otras veces refunfuñaba que eran los Fuster qué se habían quedado sin luz en el piso, seguramente por culpa de un fusible. Y así cada semana se repetía una misma pauta. Mi marido solía tardar una hora o algo más en bajar y, cuando llegaba a nuestro hogar aparecía con el rostro enrojecido y sudoroso, y sus ojos brillaban.

No pasaban ni diez minutos desde que Salvador había vuelto a la portería y ya la señora del Valle bajaba a buscar a su retoño.

Una tarde yo estaba sentada en una silla, vigilando a los dos rapaces y mi cabeza no paraba de dar vueltas a esta situación.

En el momento que los dos chiquillos se quedaron dormiditos vi mi oportunidad. Los acosté en mi cama, les puse cojines a los lados para protegerlos de una posible caída y me fui. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido y utilicé las escaleras para subir al tercero, donde Salvador me había comentado que los Señores de Montcada tenían una fuga importante de agua en la cocina.

Llegué al piso en cuestión y sin hacer ruido, abrí la puerta con mi llave maestra. La casa permanecía a oscuras, pero eso yo ya lo sospechaba. El idiota de mi marido no sabía que esos señores se habían ido a Francia a visitar a unos familiares. Hacía apenas una semana que me lo habían comentado para que estuviésemos atentos por si pasaba algo en el piso.

Seguí ascendiendo por las escaleras y llegué al ático. Abrí la puerta y ante mí apareció el amplio pasillo a oscuras. Esperé a que mis ojos se adaptasen a la falta de luz y entré en el apartamento. Apenas había avanzado unos metros cuando escuché unos jadeos y lo que me parecieron unos lamentos. Seguí caminando sigilosamente como un gato y, al doblar el corredor apareció un haz de luz desde la habitación del fondo. La puerta estaba entreabierta y a través de ella se colaba una luz tenue que iluminaba vagamente mi recorrido.

Cuando llegué y miré por la abertura se confirmaron mis sospechas.

La Señora del Valle y Salvador estaban desnudos sobre la cama y ella cabalgaba a mi esposo como una experta amazona. Sus pechos al aire subían y bajaban al compás y mi Salvador aparecía extasiado en su contemplación y en su gozo.

¿Qué voy a hacer? Pensé Esto se va a saber y nos van a echar de la finca. Lo van a culpar a él porque la señora va a decir que fue acosada y violada. Es la palabra de alguien contra la palabra de nadie. ¿Y si Salvador va a la cárcel? ¿Qué va a ser de mí y de mi pobre niño?

Me voy a ver en la calle sin referencias y con un pequeño que alimentar. ¿A dónde iré? A casa de mis padres no podía volver; ya me habían dejado claro que había sido una deshonra y una vergüenza para ellos. A casa de mis suegros, tampoco. Salvador era su ojito derecho y yo era la pelandrusca que lo había engatusado y que se había abierto de piernas para pillarlo.

Entre meditaciones y angustiosos pensamientos llegué sin saber cómo a la cocina. Me maravillé por un momento ante la estancia: qué belleza de habitación. No le faltaba de nada. Era una cocina moderna y tenía hasta un frigorífico. Yo, que estaba encantada con mi fresquera, jamás había visto semejante lujo. Mis manos toparon sin querer con un cuchillo que alguien había lavado y que estaba en el escurridor, al lado del fregadero. Lo observé embelesada. Buena pieza y muy bien afilado. Mi rostro desencajado se mostró reflejado en su plateada hoja.

Presté atención y escuché los suspiros de los amantes que ajenos a mi presencia, seguían con su deleite.

No iba a permitir que el escarceo del padre arruinara la vida del niño. Entré en el cuarto con tanta rapidez que cuando quisieron reaccionar fue demasiado tarde.

Ella, que estaba encima, recibió las dos primeras cuchilladas. Le destrocé los riñones y no duró demasiado. Él, que estaba debajo, gozando de su lujuria, no se lo vio venir. Le clavé la afilada hoja en el corazón.

Allí quedaron los dos unidos para siempre en su vergüenza. La sangre de ambos, mezclada, pringaba de rojo y marrón las sábanas blancas de seda y goteaba sobre la carísima alfombra.

Me limpié como pude con ellas, y bajé veloz a la portería. Los pequeños seguían durmiendo la siesta. Presta, me cambié de ropa. La ensangrentada la metí en un barreño con jabón junto a la colada que tenía en remojo y lavé el cuchillo que dejé junto a los otros en mi despensa.

Como cada día a las siete de la tarde llegó el Señor del Valle de la notaría. Se extrañó al ver que era yo quien le abría la puerta y no Salvador. Al interrogarme, le expliqué que mi marido había subido al tercero por una fuga de agua y que tenía a su hijo conmigo ya que su señora estaba indispuesta y la muchacha todavía no había vuelto de su tarde libre.

El Señor extrañado por tantos cambios en su rutina diaria, subió en el ascensor y cuando llegó a su morada… os lo podéis imaginar, ¿verdad?

Todo se llevó con la mayor discreción. La prensa no podía enterarse del escándalo. El Señor del Valle nos soltó quinientas mil pesetas para que a mi hijo y a mí no nos faltase de nada a cambio, claro está, de no decir una palabra.

La policía anunció que el crimen se produjo a causa de un robo. El joyero de la señora estaba abierto y vacío. Los cajones del buró del Señor habían sido arrancados del mueble y se encontraban tirados en el suelo del despacho. El notario denunció que había desparecido una suma importante de dinero que guardaba allí para emergencias.

La explicación oficial fue que unos ladrones entraron a robar en el piso y que Salvador se lo encontró y se enfrentó a ellos, con tan mala suerte que la señora y él perdieron la vida ante esos delincuentes salvajes.

El día del funeral en la Iglesia no cabía un alma más. El de la Señora se celebraría al día siguiente en la Catedral, pero yo no me quejo del trato que recibí. Mis padres cada uno a mi lado sostenían mis brazos para evitar que me desmayase a causa de tanto sufrimiento y mis suegros que no tenían consuelo, mostraban su orgullo cuando los vecinos les mencionaban que su hijo era un héroe.

Acabado el paripé, salí de aquella portería sabiendo que jamás volvería a Barcelona. Tomé a mi niño de la mano y fuimos camino de la estación de Francia. Tenía unos buenos ahorros y en el fondo de mi bolso unas joyas que me ayudarían a empezar de nuevo. Podía volver a soñar con un futuro mejor y eso era lo único que en verdad importaba.

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