Barcelona, 2 de enero de 2024
Se abre la puerta y el tintineo de las campanillas a su roce me saca de mi letargo. Oigo voces y las luces de la tienda iluminan de golpe toda la estancia. La preciosa araña central resplandece de nuevo a pesar del polvo y las telarañas. Los escaparates amanecen vacíos y sucios después de tanto encierro.
Pero ¿qué está sucediendo? Quizás la señora Pepita ya está mucho mejor y pronto volveremos a vestir a todas las novias de Barcelona y alrededores, y a las que vengan del extranjero, como antes. Una boutique tan exclusiva como esta en pleno Paseo de Gracia no puede permanecer cerrada eternamente.
A lo mejor, me sigo emocionando, esas voces pertenecen a las costureras y patronistas que vienen a desempolvar el almacén y a colocar sus bártulos para empezar con el duro y grato trabajo que es diseñar y coser los más bellos vestidos.
Me estiro en mi percha, a ver si consigo alisar algunas de las múltiples arrugas que me han salido desde hace ya algunos años. Intento ponerme más tieso, pero un hombro se me cae porque la percha que me sujeta es pequeña y mi cola es tan voluminosa que no puedo con tanto esfuerzo.
Pasado ese instante de gozo me percato que a lo mejor eso no es lo que va a ocurrir. Veo a mucha gente: diez, quizá doce personas abriendo cajas y metiendo en ellas todo lo que encuentran a su paso. Sin ningún cuidado ni decoro sacan de las perchas todos los trajes de ceremonia y los amontonan de cualquier manera.
Intento encogerme. Ahora no quiero que me vean, no me puedo ir de aquí. Mi lugar está en el escaparate principal no tirado de cualquier manera en una apestosa caja. Pero, por más que me gustaría desaparecer, es tarea imposible: mi volumen es mucho mayor que el del resto de mis compañeros. Qué fastidio el minimalismo de los últimos años, un horror para la alta costura.
De pronto unas manos rugosas y sucias me atrapan, me doblan, me estrujan e intentan hacerme un sitio dentro de uno de los paquetes; pero no contaba con los ocho metros de mi cola. En mi interior sonrío, a mí no se me van a llevar, yo soy un vestido de porte noble y no van a…
̶ Eloísa, este no cabe. Es inmenso. ¿Has visto alguna vez semejante monstruosidad?
̲ A ver. Déjame ver, Felipe. Ostras, sí que es grande sí; y hortera también lo es.
No concibo lo que estoy oyendo. ¿Cómo se atreven semejantes mequetrefes a hablar así ante mis propias narices? Un par de sinvergüenzas es lo que son; y unos analfabetos que nos saben apreciar el arte cuando lo tienen delante.
̶ Chicos, ¿qué pasa? No paréis, por favor, sólo tenemos un par de horas para vaciar todo el local.
̲ Rosa, mira este vestido; Felipe me ha llamado porque no entra en las cajas.
̶ Madre de Dios, ¡si es el vestido de Lady Di!
Londres, 29 de Julio de 1981
Diana Spencer entra del brazo de su padre en la Catedral de San Pablo. Va a casarse con el príncipe Carlos. El vestido que luce es corpulento, excesivo, con mangas abullonadas y lazos bordados. El escote en pico, con volantes y pedrería. El tafetán de color marfil está adornado con lentejuelas y más de diez mil perlas de nácar. Lo complementan una cola de ocho metros y un velo en el que se han utilizado más de ciento cuarenta metros de tul que aprisionan a la virginal princesa. El mundo entero enmudece ante la imagen de esa niña de veinte años envuelta para regalo en ese traje barroco-romántico que va a pasar a la historia y a marcar tendencia en los años 80.
Barcelona, 30 de Julio de 1981
̶ Señora Pepita, es imposible que tengamos este vestido listo en tres días; ni trabajando las 24 horas llegamos. Entiéndalo por favor.
̶ Pamplinas. Lo que no queréis es trabajar. Ya me previne yo de comprar un surtido importante de materiales para tenerlo todo a punto. Y, además, os he traído a tres chiquillas para que os ayuden.
He estado toda la noche trabajando en el diseño del patrón y tú ahora me sales con que en tres días no os llega para coser un traje de novia. ¿Qué pasa, que os ha pagado la Rosa Clará para que me pongáis palos en las ruedas? ¿Que ella quiere ser la primera en replicar el vestido real?
̶ No es eso, Pepita. El vestido es descomunal y solo en coser las perlas ya vamos a tardar tres días.
̶ Montse, para eso te traje a las niñas; ponlas a coser las perlas en cuanto puedas y lo quiero terminado cuanto antes, no acepto más excusas. No habrá persona que pase delante de nuestra tienda y que no se detenga a admirar nuestro escaparate para poder ver de cerca el vestido de Diana de Gales.
Barcelona 2 de enero de 2024
Al final me han metido en una caja. La tengo toda para mí y aún hay tejido que asoma. El tal Felipe quería cerrarla a lo bruto, pero se lo han impedido. Han entendido por fin que soy muy valioso.
En la oscuridad me parece escuchar una voz conocida. Presto atención. Sí que la conozco, es una de las modistas de la casa, una de las más antiguas; y creo que hablan de mí.
̶ Sí que es triste, la verdad. No sabéis las horas que me pasé trabajando aquí y la de novias a las que vestí. Pobre Pepita. Pero ¿qué vamos a hacer? A todos nos llega el final y ella, a sus ochenta y cuatro años, ya ha vivido suficiente y también ha sufrido lo suyo, la pobre. Cerrar la tienda la destrozó. La gente ya no quería gastarse un dineral en trajes hechos a medida.
¿Dónde me habéis dicho que lo tenéis? Ah, ya lo veo. No os podéis imaginar la fortuna que se gastó en él. Total, ¿para qué? Nunca se vendió. Era simplemente una copia. Muy bien hecha, porque yo lo que hago lo hago a conciencia, pero una novia no quiere llevar un vestido igual al de otra. Ni aunque la otra sea la princesa de Gales. Así que venían a verlo, eso sí, pero pocas se lo probaron. Había que ser Diana para estar bella con un vestido tan horrible. ¡Qué mal ha envejecido, pobrecillo!
Mi alma de seda se encoge ante esas palabras. Mi madre, mi creadora, me repudia.
Yo que lucí magnífico a la vista de todos los paseantes: las mujeres me alababan, las chiquillas venían corriendo al aparador y, entre risas, se imaginaban en mi interior mientras soñaban con su boda. No me probaron muchas veces, eso es cierto; pero es que el proceso no era nada fácil. Se necesitaban tres personas para sostenerme. Nadie me quiso, eso es cierto, quizás sea un poco pesado. En cambio, mi compañero, el velo, ese sí que se vendió. Después de diez años la señora Pepita consintió en deshacerse de mi complemento asumiendo que jamás iba a recuperar el dinero invertido en mí.
Ahora estoy en un vehículo. Noto los acelerones y los frenazos. ¿Dónde vamos?
Veo que hemos llegado a un almacén. Está lleno de percheros con toda clase de ropa colgada y todo mezclado sin orden ni concierto.
Me llevan al final del recinto. Allí una chica joven intenta sacarme y al ver que no puede pide ayuda a una compañera. Entre las dos me colocan encima de un mostrador.
̶ Es gigantesco
̶ Madre mía, ¿con esto se casaba la gente? ¿Qué esperpento? ¿Has visto cuantos lazos?¿ Y las perlas y los encajes?
̶ Sí, ya lo veo. Uf, menos mal que hemos evolucionado. La que se quiera casar, que lo haga. Allá ella. Y que se ponga lo que quiera. Pero esto, esto es tan enorme que a ver dónde lo colocamos.
En cinco perchas me han sujetado para que no arrastre. Me han clavado un imperdible en una manga con un cártel que indica: Oferta 100€.
̲ ¿100 euros? Pero eso en pesetas ¿cuánto es? Seguro que poco, demasiado poco. Me enervo, . Aquí no hay nadie que entienda de moda. ¡Por Dios que valgo más de lo que vais a cobrar en un año niñatas!
Un día sucede a otro y se me acerca gente de todo tipo y condición. Hay incluso quien me hace fotos, pero nadie pide probarme. De nuevo entro en un letargo sin fin.
Barcelona 6 de septiembre de 2027
-Lucía ¿sabes aquel vestido de novia tan rococó que teníamos en la tienda? ¿Aquel que ocupaba demasiado y que no nos sacábamos de encima ni por carnaval? Pues hoy se ha vendido. Cómo lo oyes. Se lo ha llevado una influencer de estas que reciclan y crean cosas nuevas a partir de lo viejo. Me ha dado su Instagram y le he dicho que cuando tenga el vestido tuneado nos etiquete si sube alguna foto. Esta publicidad no la podemos dejar pasar. Además, nos lo debe, por los cincuenta euros que ha pagado por metros y metros de tela de la mejor calidad. Un poco descolorido sí que estaba el traje, pero, aun así.
Sabadell 7 de septiembre de 2027
El día amanece gris y mi nueva propietaria enciende la luz de la habitación para ver mejor. Observo que la estancia está llena de telas, de hilos, de cintas de colores, de maniquís y hay hasta una máquina de coser. Noto como los nervios me hacen temblar las puntadas, : estoy ante una modista de las de ahora. Seguro que repasa mis pespuntes, me recose los lazos sueltos y me mima como antaño. Ahora sí que me emociono. Pero mis sueños se truncan cuando noto el temblor en mi glasé y mis encajes caen lacios al suelo al paso de la tijera.
Me desgarra, en dos, tres, cuatro trozos…, estoy asustado y dejo de contar. La muchacha me mutila con paciencia y mis perlas caen al suelo como lágrimas que expresan mi tormento. El dolor me invade. Siento que no puedo más, esta mutilación acaba con mi espíritu y muero, muero como murió ella: aún joven y aún bello.