“El vestido de novia”, de Olga Cabrera Vivó

Barcelona, 2 de enero de 2024

Se abre la puerta y el tintineo de las campanillas a su roce me saca de mi letargo. Oigo voces y las luces de la tienda iluminan de golpe toda la estancia. La preciosa araña central resplandece de nuevo a pesar del polvo y las telarañas. Los escaparates amanecen vacíos y sucios después de tanto encierro.

Pero ¿qué está sucediendo? Quizás la señora Pepita ya está mucho mejor y pronto volveremos a vestir a todas las novias de Barcelona y alrededores, y a las que vengan del extranjero, como antes. Una boutique tan exclusiva como esta en pleno Paseo de Gracia no puede permanecer cerrada eternamente.

A lo mejor, me sigo emocionando, esas voces pertenecen a las costureras y patronistas que vienen a desempolvar el almacén y a colocar sus bártulos para empezar con el duro y grato trabajo que es diseñar y coser los más bellos vestidos.

Me estiro en mi percha, a ver si consigo alisar algunas de las múltiples arrugas que me han salido desde hace ya algunos años. Intento ponerme más tieso, pero un hombro se me cae porque la percha que me sujeta es pequeña y mi cola es tan voluminosa que no puedo con tanto esfuerzo.

Pasado ese instante de gozo me percato que a lo mejor eso no es lo que va a ocurrir. Veo a mucha gente: diez, quizá doce personas abriendo cajas y metiendo en ellas todo lo que encuentran a su paso. Sin ningún cuidado ni decoro sacan de las perchas todos los trajes de ceremonia y los amontonan de cualquier manera.

Intento encogerme. Ahora no quiero que me vean, no me puedo ir de aquí. Mi lugar está en el escaparate principal no tirado de cualquier manera en una apestosa caja. Pero, por más que me gustaría desaparecer, es tarea imposible: mi volumen es mucho mayor que el del resto de mis compañeros. Qué fastidio el minimalismo de los últimos años, un horror para la alta costura.

De pronto unas manos rugosas y sucias me atrapan, me doblan, me estrujan e intentan hacerme un sitio dentro de uno de los paquetes; pero no contaba con los ocho metros de mi cola. En mi interior sonrío, a mí no se me van a llevar, yo soy un vestido de porte noble y no van a…

̶ Eloísa, este no cabe. Es inmenso. ¿Has visto alguna vez semejante monstruosidad?

̲ A ver. Déjame ver, Felipe. Ostras, sí que es grande sí; y hortera también lo es.

No concibo lo que estoy oyendo. ¿Cómo se atreven semejantes mequetrefes a hablar así ante mis propias narices? Un par de sinvergüenzas es lo que son; y unos analfabetos que nos saben apreciar el arte cuando lo tienen delante.

̶ Chicos, ¿qué pasa? No paréis, por favor, sólo tenemos un par de horas para vaciar todo el local.

̲ Rosa, mira este vestido; Felipe me ha llamado porque no entra en las cajas.

̶ Madre de Dios, ¡si es el vestido de Lady Di!

Londres, 29 de Julio de 1981

Diana Spencer entra del brazo de su padre en la Catedral de San Pablo. Va a casarse con el príncipe Carlos. El vestido que luce es corpulento, excesivo, con mangas abullonadas y lazos bordados. El escote en pico, con volantes y pedrería. El tafetán de color marfil está adornado con lentejuelas y más de diez mil perlas de nácar. Lo complementan una cola de ocho metros y un velo en el que se han utilizado más de ciento cuarenta metros de tul que aprisionan a la virginal princesa. El mundo entero enmudece ante la imagen de esa niña de veinte años envuelta para regalo en ese traje barroco-romántico que va a pasar a la historia y a marcar tendencia en los años 80.

Barcelona, 30 de Julio de 1981

̶ Señora Pepita, es imposible que tengamos este vestido listo en tres días; ni trabajando las 24 horas llegamos. Entiéndalo por favor.

̶ Pamplinas. Lo que no queréis es trabajar. Ya me previne yo de comprar un surtido importante de materiales para tenerlo todo a punto. Y, además, os he traído a tres chiquillas para que os ayuden.

He estado toda la noche trabajando en el diseño del patrón y tú ahora me sales con que en tres días no os llega para coser un traje de novia. ¿Qué pasa, que os ha pagado la Rosa Clará para que me pongáis palos en las ruedas? ¿Que ella quiere ser la primera en replicar el vestido real?

̶ No es eso, Pepita. El vestido es descomunal y solo en coser las perlas ya vamos a tardar tres días.

̶ Montse, para eso te traje a las niñas; ponlas a coser las perlas en cuanto puedas y lo quiero terminado cuanto antes, no acepto más excusas. No habrá persona que pase delante de nuestra tienda y que no se detenga a admirar nuestro escaparate para poder ver de cerca el vestido de Diana de Gales.

Barcelona 2 de enero de 2024

Al final me han metido en una caja. La tengo toda para mí y aún hay tejido que asoma. El tal Felipe quería cerrarla a lo bruto, pero se lo han impedido. Han entendido por fin que soy muy valioso.

En la oscuridad me parece escuchar una voz conocida. Presto atención. Sí que la conozco, es una de las modistas de la casa, una de las más antiguas; y creo que hablan de mí.

̶ Sí que es triste, la verdad. No sabéis las horas que me pasé trabajando aquí y la de novias a las que vestí. Pobre Pepita. Pero ¿qué vamos a hacer? A todos nos llega el final y ella, a sus ochenta y cuatro años, ya ha vivido suficiente y también ha sufrido lo suyo, la pobre. Cerrar la tienda la destrozó. La gente ya no quería gastarse un dineral en trajes hechos a medida.

¿Dónde me habéis dicho que lo tenéis? Ah, ya lo veo. No os podéis imaginar la fortuna que se gastó en él. Total, ¿para qué? Nunca se vendió. Era simplemente una copia. Muy bien hecha, porque yo lo que hago lo hago a conciencia, pero una novia no quiere llevar un vestido igual al de otra. Ni aunque la otra sea la princesa de Gales. Así que venían a verlo, eso sí, pero pocas se lo probaron. Había que ser Diana para estar bella con un vestido tan horrible. ¡Qué mal ha envejecido, pobrecillo!

Mi alma de seda se encoge ante esas palabras. Mi madre, mi creadora, me repudia.

Yo que lucí magnífico a la vista de todos los paseantes: las mujeres me alababan, las chiquillas venían corriendo al aparador y, entre risas, se imaginaban en mi interior mientras soñaban con su boda. No me probaron muchas veces, eso es cierto; pero es que el proceso no era nada fácil. Se necesitaban tres personas para sostenerme. Nadie me quiso, eso es cierto, quizás sea un poco pesado. En cambio, mi compañero, el velo, ese sí que se vendió. Después de diez años la señora Pepita consintió en deshacerse de mi complemento asumiendo que jamás iba a recuperar el dinero invertido en mí.

Ahora estoy en un vehículo. Noto los acelerones y los frenazos. ¿Dónde vamos?

Veo que hemos llegado a un almacén. Está lleno de percheros con toda clase de ropa colgada y todo mezclado sin orden ni concierto. 

Me llevan al final del recinto. Allí una chica joven intenta sacarme y al ver que no puede pide ayuda a una compañera. Entre las dos me colocan encima de un mostrador.

̶ Es gigantesco

̶ Madre mía, ¿con esto se casaba la gente? ¿Qué esperpento? ¿Has visto cuantos lazos?¿ Y las perlas y los encajes?

̶ Sí, ya lo veo. Uf, menos mal que hemos evolucionado. La que se quiera casar, que lo haga. Allá ella. Y  que se ponga lo que quiera. Pero esto, esto es tan enorme que a ver dónde lo colocamos.

En cinco perchas me han sujetado para que no arrastre. Me han clavado un imperdible en una manga con un cártel que indica: Oferta 100€.

̲ ¿100 euros? Pero eso en pesetas ¿cuánto es? Seguro que poco, demasiado poco. Me enervo, .      Aquí no hay nadie que entienda de moda. ¡Por Dios que valgo más de lo que vais a cobrar en un año niñatas!

Un día sucede a otro y se me acerca gente de todo tipo y condición. Hay incluso quien me hace fotos, pero nadie pide probarme. De nuevo entro en un letargo sin fin.

Barcelona 6 de septiembre de 2027

-Lucía ¿sabes aquel vestido de novia tan rococó que teníamos en la tienda? ¿Aquel que ocupaba demasiado y que no nos sacábamos de encima ni por carnaval? Pues hoy se ha vendido. Cómo lo oyes. Se lo ha llevado una influencer de estas que reciclan y crean cosas nuevas a partir de lo viejo. Me ha dado su Instagram y le he dicho que cuando tenga el vestido tuneado nos etiquete si sube alguna foto. Esta publicidad no la podemos dejar pasar. Además, nos lo debe, por los cincuenta euros que ha pagado por metros y metros de tela de la mejor calidad. Un poco descolorido sí que estaba el traje, pero, aun así.

Sabadell 7 de septiembre de 2027

El día amanece gris y mi nueva propietaria enciende la luz de la habitación para ver mejor. Observo que la estancia está llena de telas, de hilos, de cintas de colores, de maniquís y hay hasta una máquina de coser. Noto como los nervios me hacen temblar las puntadas, : estoy ante una modista de las de ahora. Seguro que repasa mis pespuntes, me recose los lazos sueltos y me mima como antaño. Ahora sí que me emociono. Pero mis sueños se truncan cuando noto el temblor en mi glasé y mis encajes caen lacios al suelo al paso de la tijera.

Me desgarra, en dos, tres, cuatro trozos…, estoy asustado y dejo de contar. La muchacha me mutila con paciencia y mis perlas caen al suelo como lágrimas que expresan mi tormento. El dolor me invade. Siento que no puedo más, esta mutilación acaba con mi espíritu y muero, muero como murió ella: aún joven y aún bello.

“La sort entre els lavis i les llàgrimes coll avall”, d’Oriol Pérez Masdeu

Surto d’aquell pis de l’esquerra de l’Eixample i l’últim que escolto és: porta més birra. Tanco la porta i les paraules arriben com empenyades pel vent. La pagaràs tu. Havia estat tota la nit d’aquí cap allà per Barcelona com un taxista. Però el meu cul no reposava sobre un Toyota o un Kia. No, el meu cul anava apretat de club en club. En aquestes nits tan atabalades em dona per fumar com un malalt. Encenc el següent cigar amb l’anterior. Fumo sense gaudir, qui ens destrossem la vida amb això de la nicotina i del quitrà ho fem més per ansietat que per hedonisme. Soc de Lucky Strike perquè adoro el nom. Compro dos paquets.

Encenc un cop de sort i travesso la Gran Via direcció mar. El sol m’insulta i no em queda una altra que abaixar el cap. Tornaria cap aquell pis, però no tinc gaires ganes de planxar-me en aquell sofà ikea gama baixa i bufar aquella pols rosa que tant agrada a la gent ara. Jo i el David venem aquesta droga i altres per la nit barcelonina. Tots aquests carrers ens coneixen. A mi em coneixen per Prim. No perquè estigui als ossos sinó perquè allà baix, a Alacant, on em vaig criar, ho diem cada cop que respirem. El meu soci és més conegut com el juerningo, de jueves a domingo. El vici li fot en l’aire tot el benefici i per això demana als altres que ho paguem tot. Jo no sóc molt optimista amb la nostra ben entesa, però el xiquet és carismàtic i si no aconsegueix clients, almenys aconsegueix noies, com les dues italianes de l’Airbnb de Rocafort.

El meu cop de sort ja s’ha esfumat i cada cop m’endinso més a Sant Antoni. Aqui va ser on em vaig mudar per estudiar Filosofia quan vaig marxar de la terreta. Ben aviat em vaig ficar a moure la bola. Comprava deu grams de cocaïna als meus veïns dominicans. D’aquests deu grams feia onze pollastres de cerocomanou cada farcellet. Això és moure la bola. Quan la Colau va començar anàvem ben ocupats entre Escudellers i plaça Reial. Tot va canviar quan va morir un d’aquells menors vinguts del Marroc sense ningú que l’amparés. Quan ets bon camell la droga no la dus a la butxaca ni a la sabata ni a cap lloc que no sigui la boca. Guardes tota la merda en algun parterre o en una paperera, i t’emportes amb tu un parell de gramets sota la llengua o les galtes. El marroquí es va empassar uns grams de spid. L’espectacle va ser dantesc. Les males llengües parlen què va ingerir quantitats aberrants de ghb, però ell no tocava tot això, ell venia spid rascat de la paret. Si a cap lloc se’n sap de tot això és al Freedonia, un club entre Paral·lel i la rambla del Raval. Jo hi sóc de camí amb un altre cigarro a la boca.

Al Freedonia es ven com xurros, però les nits que no es ven hi anem igual, perquè allà treballa l’Alba, també és valenciana i estudiant de Filosofia. Ella em pregunta si sempre portarem aquesta vida. Jo sempre responc si és bona estudiant o pensa ser-ho. Ella riu. Aquest estiu vull proposar-li agafar la concessió del bar de la piscina d’Alcoletge. Vendrem gelats i granissats als més petits, i cerveses als més grans. També farem unes tapes per llepar-se els dits i nits de Mojito i Caipirinha. Plegarem tard, però encara hi haurà lloc per l’amor. Ens farem un petó quan ho tinguem tot recollit i mirarem la caixa i estarà ben plena i somriurem sincers i farem una canya i un piti de camí cap a casa. Abans que el cop de sort s’esfumi, m’encenc un altre. El Freedonia tancat i ni rastre de l’Alba. Tot allò que no serà és una porta tancada, i per a la gent poc valenta el camí es compon de portes tancades. Direcció muntanya. A l’alçada de Consell de Cent vec dues àvies parades davant d’un colmado. Parlen què difícil és ja anar a mercat i que aquests pakistanís no tanquen mai, però la butxaca ho nota. Una d’elles que es veu més flamenca li recrimina que li deu quartos, i l’altra fa com que rebusca en un forat sense fons. La conversa ja no té allò entranyable de la vellesa. Em disculpo per passar entre elles i la meva pudor a tabac les deixa mudes. Soc rebut amb paraules amables, em diuen: amic. M’agrada, seria la forma de rebre els nostres clients d’Alcoletge: amics. Rebusco a la nevera. Les Galicias no estan fredes i ni rastre d’Alhambras. Opto per les Xibeques. Intento revessar la cordialitat de la transacció i ser amistós. Deixo anar uns bitllets enrotllats al mostrador. El botiguer en deu saber de tot això perquè em mira amb recel. Tinc entrenada la cara de desentesa, perquè abans es perd la dignitat que la vergonya. Jo no perdo les formes i m’acomiado alegre. Obro una cervesa i encenc un altre cop de sort. Bec a glops monstruosos les llàgrimes dels meus somnis trencats. Em planto davant d’aquell Airbnb. Pico l’intèrfon. Espero amb la sort entre els llavis i les llàgrimes coll avall. Ningú respon.

“El fus i la dalla”, de Guillem Lluís i Luengo

La Balanguera fila, fila,
la Balanguera filarà.

—On soc?

—No ets.

—Ah. —La noia sospira.— Això vol dir que no vaig sobreviure.

—No, però no és habitual que en siguis conscient.

—Ha passat alguna altra vegada?

—Ets la primera en molt de temps.

Dins la immensa foscor que ho engoleix tot, només es distingeix una única llum somorta que ja comença a esvair-se. La noia conserva encara una reminiscència de l’escalfor que en algun moment havia donat vida al seu cos, com si es tractés d’una antiga coneguda que torna de sobte a la ment per pur caprici de la memòria. És per això que es pot conèixer la seva figura. Ella, en canvi, només és capaç d’intuir una presència llòbrega i atàvica, una tenebra que es fa una mica més densa en una regió de l’espai. Això, en tot cas, ja és un fet singular per a algú com ella.

—Em dic Alba, per cert —afirma i, tot seguit, es dirigeix a un punt indefinit del no-res—. I tu? Tens nom?

—N’havia tingut una vegada, però fa una eternitat que el vaig oblidar —respon la foscor—. Aquí els noms no són necessaris.

Caminen una estona en silenci. En la negror infinita les distàncies són difícils de calcular. També la percepció del temps es torna esquiva: l’Alba no podria dir amb certesa si han avançat deu metres o deu quilòmetres ni quanta estona han tardat a recórrer-los. A més, els sentits tampoc l’ajuden a entendre el seu entorn: cap olor, cap imatge, cap textura, cap sensació tèrmica s’escapa de la fosca. Només un so inquietant, però inesperadament familiar, l’acompanya en el seu trajecte: el vestigi d’una nota aguda i constant que sembla que surti del fons d’ella mateixa. A la fi, s’atreveix a parlar altra vegada:

—Mai havia escoltat un silenci com aquest, tan —fa una pausa mentre busca la paraula adequada— absolut.

—Això és perquè l’únic silenci veritable és el que es troba després de la mort.

—Fa una estona sentia un to agut, però s’ha atenuat des que he arribat —observa l’Alba.

—És el so del teu sistema nerviós. El cor deixa de bategar, però el cervell encara continua funcionant, qui sap si durant uns minuts o unes poques hores. Tant se val, el temps aquí no transcorre de la manera que estàs acostumada.

—Què vols dir?

—Vine: t’ho mostraré.

En avançar dins l’espai immaterial, de nou no sembla que prenguin cap direcció concreta. Tanmateix, després de certa distància es comença a albirar un punt de llum minúscul a la llunyania. A mesura que s’hi acosten el punt es va engrandint, fins que són prou a prop per examinar-ne els detalls: suspès al buit hi ha una mena de fus que recull un cabdell de fil lluminós al seu voltant. Fixant-s’hi bé, l’Alba descobreix que els dos caps del fil s’estenen més enllà del fus: és tan prim que es torna gairebé transparent, invisible, però de tant en tant se’n poden endevinar reflexos que deixen veure que, en realitat, el fil és per tot arreu.

—Apropa-t’hi —exhorta la veu de la foscor.

L’Alba s’atansa al fus i percep quelcom d’insòlit. De sobte, és a tots els llocs possibles a la vegada: pot presenciar qualsevol esdeveniment, passat, present o futur, si és que aquestes categories es poden establir realment. El seu pensament es comença a inundar amb escenes de diferents indrets i èpoques. Totes, però, tenen una cosa en comú: a cada instant, sense excepció, mor algú, i cadascuna d’aquestes morts impacten a la ment de l’Alba com si les estigués vivint en primera persona. Fa dues passes enrere.

—El filament que veus és el que anomenes temps. —explica la tenebra—. Es trena sobre si mateix i entorn del fus, que li fa de suport. Quan hi has estat a prop has pogut fitar-lo tal com és.

—Tu també pots veure-les? Totes les morts?

—Sempre. En tot moment estic presenciant les morts que han tingut lloc en qualsevol moment del temps. No puc triar.

—Com pots suportar-ho? —A la veu de l’Alba hi ha una nota d’angoixa.— Jo només he pogut aguantar uns segons i, així i tot, hi ha imatges que no em marxen del cap.

—Diria que, com més allarguis la teva estada aquí, més tindràs aquesta sensació. És inevitable: el fil també es caragola sobre el teu cos i la llum que desprens cada vegada és més feble; aviat no podràs arrecerar-t’hi.

—No hi tinc res a fer?

—Només tens una alternativa, però no és agradable.

Com més temps passa a la vora del fus, més a prop sent l’Alba l’aflicció i la pena que acompanyen el darrer alè de la vida. No acaba d’entendre què li està passant i una part d’ella es resisteix a acceptar la seva nova condició.

—Quin sentit té tot això? —pregunta—. Tot aquest patiment, no es podria evitar?

—El fil ens permet presenciar-lo, però no intervenir-hi. És així, no ho podem canviar. I, malgrat tot, cal que sempre hi hagi algú que en sigui testimoni. Aquesta és la meva missió, o ho ha estat fins ara. D’alguna manera, rebre el dolor de la mort d’una persona permet donar-li repòs. És una tasca dura, però he acabat trobant-la estranyament reconfortant. Crec que la teva presència indica que m’ha arribat l’hora de descansar, encara que primer has de triar si vols prendre’m el relleu i continuar amb la meva labor.

—I si decideixo que no vull fer-ho?

—Aleshores només hi ha una resposta. La mort és inevitable, fins i tot per a nosaltres. Aquest temps en què estem parlant és només una extensió que se’ns ha concedit, però, si no ho acceptes, hauràs de desaparèixer per sempre. El dolor és el preu que s’ha de pagar per existir.

L’Alba s’acosta de nou al fus. L’envaeix una onada d’angoixa i de desesperació, però fa un esforç per trobar un instant en concret, una escena que necessita contemplar abans de prendre una decisió. Es reconeix a si mateixa en un llit d’hospital, envoltada de figures vestides de verd que es dediquen únicament a dos propòsits: el primer, que no tindrà èxit, reanimar el seu cos inert; el segon, salvar la vida de la seva filla acabada de néixer. L’Alba observa amb deteniment la infermera que ajusta la màscara del respirador a un rostre que amb prou feines fa la mida de la seva mà: és com si, de cop, tot el món es reduís a aquella sala, a aquells individus. Després d’uns segons d’incertesa que li semblen eterns, el plor del nadó trenca el silenci.

Quan l’Alba es torna a apartar del fus, s’adona que està sola. Per més que s’allunya del fil lluminós ja no pot treure’s de sobre les imatges que s’escampen per la seva ment. Sospira. L’escalfor que l’envoltava es va apagant del tot, fins que queda concentrada en un únic punt brillant sobre el seu pit. Una ondulació sobtada del fil el recull i se l’enduu i, quan l’Alba perd de vista el minúscul bri de llum que és el fus, tot queda immers en la més profunda tenebra.

Un dia, la noia havia tingut nom, però fa una eternitat que el va oblidar. On es troba, els noms no són necessaris. Un pensament l’assalta des del buit, com un record mig difuminat del que podria haver estat una altra vida: una nena que riu mentre xipolleja a l’aigua, llàgrimes d’enyorança que brollen d’uns ulls enrogits, la tendresa d’un primer petó. Li sembla sentir, enllà, el plor d’un infant. Aquest és el preu que s’ha de pagar per existir.

“Agosto”, de Sabrina Villavicencio Arias

– Te quiero- le susurro mientras acaricio sus rizos negros. Está dormida. Jamás me atrevería a dedicarle esas palabras si estuviera consiente. Sé exactamente lo que pasaría; primero se haría la sorprendida y después me dedicaría una mirada de decepción, consiguiendo helarme la sangre otra vez con su frase estrella:

– Esto no es lo que acordamos, Sol- diría. Yo, como de costumbre, bajaría la cabeza y le pediría disculpas. Como si cada muestra de mi amor fuera un pecado capital.

Beso su hombro y se gira en mi dirección. Ahora despierta, me sonríe, mima y desea buenos días. Y así, sin más, consigue que el dolor que había aflorado en mi pecho se evapore y sea substituido por la esperanza.

Observo cómo se levanta de la cama y tira la botella de vino casi vacía a la basura. La luz del sol entra por la ventana y hace resplandecer su piel blanca.

– Hace más calor que en el infierno- se queja. – ¿Vamos a la playa? – Sonrío- Pero solo un rato, que hay que llegar temprano para la cena.- Mi expresión se borra.

Cuando Ona vuelve de vestirse yo sigo acostada en la cama.

– ¿Qué te pasa?

– Parece que tienes muy presente la cena.

– Sol, no empieces. No quiero discutir. Ha sido un mes precioso, el más bonito y fugaz de mi vida y no quiero que pasemos nuestras últimas horas de agosto enfadas. -Yo tampoco lo quiero y por eso no digo nada.

La tarde trascurre como cualquier otra de este idílico mes. Abrazadas, felices, escondidas en nuestro rincón favorito; entre dos rocas altas que nos cubren de la vista de todo aquel que pase. El único espacio al aire libre donde podemos ser nosotras mismas; amarnos sin temor a las habladurías del pueblo.

Estoy escogiendo la siguiente canción que sonará en el altavoz cuando recibo un mensaje de mi hermano. Dice que dentro de unas horas llegará a casa y que no puede esperar para verme. Lo ignoro.

Siento como Ona dibuja en mi espalda con el protector solar.

– ¿Qué escribes? – Pregunto risueña

– Mi nombre – Contesta

– Eso es muy largo para ser tu nombre- debato y ella comienza a carcajear. Después de unos segundos de silencio habla.

– He puesto que te quiero.

Me levanto. Oigo como me llama. Camino hasta el otro lado de las rocas. Ahora soy visible para el resto de las bañistas. Me vuelve a llamar.

– Ven- grito. – Ven y repítelo aquí.

Se queda paralizada

– Por favor – suplico entre lágrimas.

– No puedo-. Alcanzo a leer en sus labios.

Me acerco a ella:  – Si no lo haces es porque no me quieres; no lo suficiente- sentencio.

– No quiero perderte- me pide.

– No puedes perder lo que nunca ha sido tuyo-. Me marcho.

Al llegar a casa me aseo y comienzo a arreglarme para la cena. Estoy disimulando la hinchazón de mis ojos con maquillaje cuando siento un coche entrar en el garaje de casa. Sé que es mi hermano. Bajo a saludarle y le veo entrar.

– Hola peque, ¿Me has echado de menos? -Comienza a correr desde la entrada al salón solo para ser interrumpido por los brazos de Ona. Se besan

– Este mes si ti me ha perecido un año. Te quiero -le profesa ella. Fuera del rincón. Delante de todos.

“Conclusión”, de Olga Cabrera Vivo

Y la verdadera pregunta es: ¿realmente existe un límite entre el bien y el mal? ¿o todo depende del cariz con el que se mire?

Todos creemos conocer esa respuesta, ¿verdad?  Pero, ¿tú qué harías si vieses amenazada tu vida o aún peor si vieses en peligro a lo que más amas en este mundo? Te pregunto:¿serías capaz de matar?

No seas tan ágil en tu respuesta. Deja que te cuente mi historia y después ya decidirás qué responder.

Yo era como tú, una persona normal. Normal es una palabra que hoy en día se considera políticamente incorrecta. Nada se puede considerar normal; hoy lo correcto es decir: lo común. De esta manera no ofendemos a quien la sociedad considera fuera de sus preceptos.

Esta historia que quiero relatarte pasó hace ya muchos años. En aquellos momentos tenía un trabajo agradable que nos daba lo suficiente para subsistir y para nuestro entorno éramos una familia de lo más corriente.

Si me hubiesen preguntado antes de esa tarde, yo hubiera respondido a voz de grito que jamás podría hacer daño a nadie. Que la vida de uno no es un motivo suficiente para sacrificar la de otros.

¡Dios! Qué joven e ilusa, y qué imbécil era.

Mi marido Salvador y yo éramos los porteros en una finca de gente de bien en la zona alta de Barcelona. Cuando me quedé preñada del “amor de mi vida” apenas acababa de cumplir los diecisiete y tenía en mi cabeza unos sueños y deseos de vivir que se vieron truncados ante la falta de la regla.

Una vez mi estado se hizo evidente empezaron las discusiones entre nuestros padres, pero aquello no tenía arreglo. Mi barriga no daba más opción que el casorio para así enmendar una situación vergonzosa y acallar las habladurías del barrio cuanto antes.

Di el “Sí, quiero” sin pensar demasiado en ello, en Santa María de Mar un 12 de septiembre y mi Biel llegó a este mundo cruel el 31 de diciembre de ese mismo año. Imposible acallar las voces ponzoñosas de las vecinas porque el crío, encima fue prematuro. La fecha prevista del parto era para el catorce de febrero- y Biel se encargó de que fuese imposible el disimulo y proclamó con su nacimiento a los cuatro vientos que sus padres habían cometido el pecado antes del matrimonio.

Mi suegro nos consiguió el trabajo. No estaba mal: yo me encargaba de la limpieza de la escalera y del portal, y Salvador controlaba el acceso y el correo. La comunidad de vecinos nos cedió un pequeño apartamento en el entresuelo. Apenas dos habitaciones y un baño, pero teníamos un techo, ganábamos un poco de dinero y yo podía estar con el niño.

En el ático, la Señora de Honorio del Valle también había tenido un hijo hacía muy poco. Un chiquillo precioso de tres kilos y medio que nació a los dos meses de nacer mi Biel.

Los sábados por la tarde, cuando bajaban los del Valle para pasear por la Bonanova, mi marido solícito les abría las puertas del ascensor y yo me apartaba a un lado observando el lujoso cochecito y las opulentas ropas que llevaba puestas la criatura.

Mi mirada iba de la escalera, al mocho y de ahí, al pañuelo que llevaba anudado alrededor de mi cuerpo y que ocultaba dentro a mi pequeñín dormido. Sus ropas desgastadas por los años y por los lavados nos las había donado de manera gratuita Cáritas.

Los meses fueron pasando deprisa. Yo, afortunadamente, no tenía muchos ratos de ocio para pensar en qué había ocurrido con todas mis ilusiones y esperanzas ya que ni viajes, ni fiestas, ni estudiar mecanografía,… nada de aquello se iba a materializar.  Atrapada en un matrimonio forzado, tenía una criatura que dependía de mí y no iba a permitir que a él le pasara lo mismo que a su ignorante madre.  

Las familias de la casa estaban contentas con nosotros. Salvador era buen trabajador. Se le daba bien el trato con la gente era educado y también un buen manitas. No había día que no lo llamaran de algún piso para alguna faena de mantenimiento. De mí nadie parecía quejarse, aunque apenas me relacionaba con los vecinos: mi timidez y mi vergüenza me impedían entablar otra conversación con los inquilinos más allá de los buenos días y buenas tardes.

Me consta que les hacía gracia ver a una niña ejerciendo de madre y esposa. Pero, en esa época, si jugabas a ser mayor antes de tiempo asumías tus responsabilidades, era lo que había que hacer.

El niño del Valle y mi Biel se hicieron amigos. Los niños, ya se sabe, quieren niños con los que jugar y la Señora me pidió una tarde si podía encargarme un ratito de su retoño. La Señora del Valle padecía de fuertes jaquecas que la obligaban a meterse en la cama y a permanecer a oscuras ya que la luz la mortificaba.

Yo, en un principio, no sospeché nada. Me quedaba con el señorito y me sentaba en mi humilde morada a ver como los dos mocitos jugaban y lo pasaban bien. Pero pronto percibí algo extraño, una conducta que se repetía de manera cíclica cada semana. Algo que no era normal.

La chica de los del Valle bajaba al vástago y me pedía por favor que cuidara de él porque la señora estaba en el lecho por culpa de la migraña. Me decía que en un ratito cuando la medicación le hiciera efecto la madre bajaría a buscar al niño. Era su tarde libre y ella había quedado con su novio, se iba de paseo a La Rambla. No estaba dispuesta a no ver a su pretendiente por cuidar de un niño rico.  Y allí se marchaba calle abajo con su precioso uniforme de doncella tan limpio y almidonado.

Yo acogía a la criatura encantada y mi Biel lo recibía con los brazos abiertos. Qué gran sonrisa se dibujaba en mi rostro cuando los escuchaba parlotear en un idioma que sólo ellos entendían.

Las semanas iban pasando y me percaté que siempre a los diez minutos de salir la muchacha de los del Valle, Salvador recibía una llamada por el telefonillo interno.

A veces me decía que eran los García que se quejaban porque tenían el baño embozado, otras veces refunfuñaba que eran los Fuster qué se habían quedado sin luz en el piso, seguramente por culpa de un fusible. Y así cada semana se repetía una misma pauta. Mi marido solía tardar una hora o algo más en bajar y, cuando llegaba a nuestro hogar aparecía con el rostro enrojecido y sudoroso, y sus ojos brillaban.

No pasaban ni diez minutos desde que Salvador había vuelto a la portería y ya la señora del Valle bajaba a buscar a su retoño.

Una tarde yo estaba sentada en una silla, vigilando a los dos rapaces y mi cabeza no paraba de dar vueltas a esta situación.

En el momento que los dos chiquillos se quedaron dormiditos vi mi oportunidad. Los acosté en mi cama, les puse cojines a los lados para protegerlos de una posible caída y me fui. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido y utilicé las escaleras para subir al tercero, donde Salvador me había comentado que los Señores de Montcada tenían una fuga importante de agua en la cocina.

Llegué al piso en cuestión y sin hacer ruido, abrí la puerta con mi llave maestra. La casa permanecía a oscuras, pero eso yo ya lo sospechaba. El idiota de mi marido no sabía que esos señores se habían ido a Francia a visitar a unos familiares. Hacía apenas una semana que me lo habían comentado para que estuviésemos atentos por si pasaba algo en el piso.

Seguí ascendiendo por las escaleras y llegué al ático. Abrí la puerta y ante mí apareció el amplio pasillo a oscuras. Esperé a que mis ojos se adaptasen a la falta de luz y entré en el apartamento. Apenas había avanzado unos metros cuando escuché unos jadeos y lo que me parecieron unos lamentos. Seguí caminando sigilosamente como un gato y, al doblar el corredor apareció un haz de luz desde la habitación del fondo. La puerta estaba entreabierta y a través de ella se colaba una luz tenue que iluminaba vagamente mi recorrido.

Cuando llegué y miré por la abertura se confirmaron mis sospechas.

La Señora del Valle y Salvador estaban desnudos sobre la cama y ella cabalgaba a mi esposo como una experta amazona. Sus pechos al aire subían y bajaban al compás y mi Salvador aparecía extasiado en su contemplación y en su gozo.

¿Qué voy a hacer? Pensé Esto se va a saber y nos van a echar de la finca. Lo van a culpar a él porque la señora va a decir que fue acosada y violada. Es la palabra de alguien contra la palabra de nadie. ¿Y si Salvador va a la cárcel? ¿Qué va a ser de mí y de mi pobre niño?

Me voy a ver en la calle sin referencias y con un pequeño que alimentar. ¿A dónde iré? A casa de mis padres no podía volver; ya me habían dejado claro que había sido una deshonra y una vergüenza para ellos. A casa de mis suegros, tampoco. Salvador era su ojito derecho y yo era la pelandrusca que lo había engatusado y que se había abierto de piernas para pillarlo.

Entre meditaciones y angustiosos pensamientos llegué sin saber cómo a la cocina. Me maravillé por un momento ante la estancia: qué belleza de habitación. No le faltaba de nada. Era una cocina moderna y tenía hasta un frigorífico. Yo, que estaba encantada con mi fresquera, jamás había visto semejante lujo. Mis manos toparon sin querer con un cuchillo que alguien había lavado y que estaba en el escurridor, al lado del fregadero. Lo observé embelesada. Buena pieza y muy bien afilado. Mi rostro desencajado se mostró reflejado en su plateada hoja.

Presté atención y escuché los suspiros de los amantes que ajenos a mi presencia, seguían con su deleite.

No iba a permitir que el escarceo del padre arruinara la vida del niño. Entré en el cuarto con tanta rapidez que cuando quisieron reaccionar fue demasiado tarde.

Ella, que estaba encima, recibió las dos primeras cuchilladas. Le destrocé los riñones y no duró demasiado. Él, que estaba debajo, gozando de su lujuria, no se lo vio venir. Le clavé la afilada hoja en el corazón.

Allí quedaron los dos unidos para siempre en su vergüenza. La sangre de ambos, mezclada, pringaba de rojo y marrón las sábanas blancas de seda y goteaba sobre la carísima alfombra.

Me limpié como pude con ellas, y bajé veloz a la portería. Los pequeños seguían durmiendo la siesta. Presta, me cambié de ropa. La ensangrentada la metí en un barreño con jabón junto a la colada que tenía en remojo y lavé el cuchillo que dejé junto a los otros en mi despensa.

Como cada día a las siete de la tarde llegó el Señor del Valle de la notaría. Se extrañó al ver que era yo quien le abría la puerta y no Salvador. Al interrogarme, le expliqué que mi marido había subido al tercero por una fuga de agua y que tenía a su hijo conmigo ya que su señora estaba indispuesta y la muchacha todavía no había vuelto de su tarde libre.

El Señor extrañado por tantos cambios en su rutina diaria, subió en el ascensor y cuando llegó a su morada… os lo podéis imaginar, ¿verdad?

Todo se llevó con la mayor discreción. La prensa no podía enterarse del escándalo. El Señor del Valle nos soltó quinientas mil pesetas para que a mi hijo y a mí no nos faltase de nada a cambio, claro está, de no decir una palabra.

La policía anunció que el crimen se produjo a causa de un robo. El joyero de la señora estaba abierto y vacío. Los cajones del buró del Señor habían sido arrancados del mueble y se encontraban tirados en el suelo del despacho. El notario denunció que había desparecido una suma importante de dinero que guardaba allí para emergencias.

La explicación oficial fue que unos ladrones entraron a robar en el piso y que Salvador se lo encontró y se enfrentó a ellos, con tan mala suerte que la señora y él perdieron la vida ante esos delincuentes salvajes.

El día del funeral en la Iglesia no cabía un alma más. El de la Señora se celebraría al día siguiente en la Catedral, pero yo no me quejo del trato que recibí. Mis padres cada uno a mi lado sostenían mis brazos para evitar que me desmayase a causa de tanto sufrimiento y mis suegros que no tenían consuelo, mostraban su orgullo cuando los vecinos les mencionaban que su hijo era un héroe.

Acabado el paripé, salí de aquella portería sabiendo que jamás volvería a Barcelona. Tomé a mi niño de la mano y fuimos camino de la estación de Francia. Tenía unos buenos ahorros y en el fondo de mi bolso unas joyas que me ayudarían a empezar de nuevo. Podía volver a soñar con un futuro mejor y eso era lo único que en verdad importaba.

“Tequila”, de Claudia Penalba

Cuando entró el baño estaba vacío. Eran las 03.47 de la madrugada, pero la discoteca seguía igual de llena: las pistas de las diferentes salas abarrotadas de camisas sudorosas y melenas largas que se movían al son de la música tecno que había de fondo, amortiguada por la puerta negra que Sandra había cerrado a sus espaldas.

El baño de chicas era oscuro; la tenue luz del fluorescente del techo iluminaba a duras penas las paredes pintadas en un tono gris ceniza. Avanzó un poco y pasó por delante de los tres cubículos de los váteres, ignorando las frases pintarrajeadas en las puertas con permanente que ya casi se sabía de memoria. Se acercó a los lavamanos negros que había a la derecha, bajo un gran espejo lleno de salpicaduras que cubría la mayor parte de la pared y, sin pensárselo dos veces, sacó del bolso la bolsita transparente.

Sólo quedaban diez minutos para que terminara su descanso, después tendría que volver detrás de la barra hasta acabar la jornada. Mientras hurgaba dentro del monedero en busca de su tarjeta de crédito la puerta se abrió y el persistente y grave latido de la música de fuera llenó el cuarto durante unos segundos. Entraron dos chicas: una rubia con el vestido manchado de cubata y otra con el pelo oscuro que parecía ser su amiga.

— Venga, date prisa—dijo la morena. La rubia, claramente borracha, se tambaleó hacia el cubículo del final. Su amiga se apoyó en la pared, esperando.

No encontraba la tarjeta de crédito así que sacó la que tenía más a mano, una de color turquesa, y después vertió la mitad de los polvos blancos de la bolsita sobre la superficie lisa de la encimera. Era la tarjeta regalo que le había dado Rubén el año pasado por su cumpleaños. Estaban los dos sentados en un banco del parque esperando a los demás cuando se la sacó del bolsillo y se la ofreció. «Con tantos años haciéndote regalos ya no sabía que comprarte. Además, así nos aseguramos de que te gusta y no tengo que ir a devolverlo, como siempre» dijo riendo. Eso hizo que ella también sonriera y le diera un golpe amistoso en el hombro.

Dos semanas más tarde, Rubén murió en un accidente de coche cuando volvía hacia casa tras salir de fiesta, después de haberse bebido todos los chupitos de tequila a los que Sandra le había invitado esa noche en la discoteca. 

Sonó la cadena del váter. La chica rubia salió para reunirse con su amiga mientras Sandra acababa de preparar las dos rayas de coca con la tarjeta. Las aspiró por la nariz, se sentó en el suelo y echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la pared. De reojo vio como las otras dos chicas se marchaban, haciendo que la música inundara el cuarto de baño una vez más al abrir la puerta.  A Rubén le encantaba el tecno.

“Desolación”, de Noemí Pascual

Jasim intentó levantarse, pero una fuerte presión en la pierna izquierda se lo impedía. Aturdido, miró a su alrededor y vio varios cuerpos tendidos sobre un manto de tomates y pepinos esparcidos por el estallido de una bomba en la parada de frutas y verduras a la que se dirigía. Había quedado con su hermana  en el mercado. Quería despedirse de ella antes de partir. Miró su reloj, marcaba diez minutos más de la hora acordada.

            —Podemos tomar un té en el café de la plaza —le dijo.

            —¡Perfecto! Es un buen lugar —le respondió ella—. Recogeré a la niña y aprovecharé para comprar unas verduras.

            La casa familiar se había cerrado para Jasim a consecuencia de su decisión. No quiso dar a su hermana la noticia por teléfono; sabía cuánto daño les produciría estar alejados, cuánta añoranza. Siempre habían estado muy unidos, más aún desde la muerte de su madre, por una enfermedad pulmonar que él achacaba en gran parte a una precariedad que su padre no quería reconocer.

            —¿Cómo puedes traicionar así nuestra causa? —preguntó cuando le comunicó su decisión de abandonar Palestina.

            Él, que había huido de la guerra árabe-israelita de 1948 y retornado unos años más tarde para incorporarse a la guerrilla, seguía involucrado, aunque ahora no físicamente a causa de su edad, en la defensa de la que denominaba “Causa Palestina”. Incapaz de reconocer la marginación a la que se habían visto abocados por el muro que los israelíes habían construido para que no tuviesen acceso al agua ni a las tierras de pastoreo, cuando su hijo cuestionaba si la estrategia de la lucha continuada seguía teniendo sentido, repetía: Debemos seguir en la lucha hasta que recuperemos la tierra confiscada y seamos libres.                   

            Jasim se arrastró hasta encontrar un palo que le ayudase a ponerse en pie. Un fuerte dolor en la rodilla le hizo comprender que estaba fracturada, pero no podía permanecer impasible ante esa visión desoladora. Avanzó con mucha dificultad entre los cuerpos ensangrentados, buscando algún indicio que le revelase si alguno de ellos era el de su querida hermana, mientras rogaba a Alá que, como era su costumbre, se hubiese retrasado.

             Seguía avanzando hacia la esquina de la plaza donde estaba situado el Café cuando observó que de debajo de una de las maderas que sostenían el toldo de la parada de frutas, ahora en el suelo, asomaba un pequeño pie, calzado con un zapato azul celeste idéntico a los que había regalado a su sobrina en su último cumpleaños.

Levantó el toldo caído y comprobó con desesperación que, en contra de su costumbre, ese día ella había llegado puntual a la cita.

“La casa de los girasoles”, de Lina Gómez

Sus ojos no se apartaban de la ventana. Analizaba aquella casa vecina cuyo interior era tan oscuro que Clara creyó haberse quedado ciega de tanto mirarlo. Desvió la mirada al escritorio bajo la ventana, donde yacía una libreta de hojas marrones arrugadas. En ella había anotado escrupulosamente, durante meses, las veces que el dueño había regresado a la casa abandonada. Traía chicas cada viernes noche, alrededor de las nueve y media. Clara buscaba la hora en que salían pasando frenética las páginas de su libreta. No las encontraba. Nunca salían. Clara no estaba ciega y, además, estaba convencida de que era la única que veía. Veía claramente cómo aquellas blancas paredes habían perdido el brillo y examinaba los girasoles marchitos que se conservaban aún en las macetas moradas, bajo el polvo.

Las flores mustias desprendían un olor dulzón, caduco, cada vez más putrefacto, que Clara reconocía a la perfección. En la casa donde se había criado había habido siempre rosas en el salón, aunque solo se compraran dos veces al año. Era el único regalo que ella y su hermana Gala habían recibido por sus cumpleaños. Contemplaban el ramo en el jarrón de cristal, descomponiéndose, hasta que era reemplazado por otro al cabo de meses. Cuando sus padres ni tan solo pudieron seguir ofreciéndoles flores, lo hicieron sus hermanos. Aunque Clara estaba más familiarizada con el aspecto y el olor de las rosas secas que con el de las rosas frescas, encontraba ternura en aquella tradición. La había roto un solo año y nunca se perdonaría por ello.

Sobre el escritorio empotrado contra la pared, bajo la ventana de su cuarto, reparó en un broche de bronce con forma de rosa. Pretendía dárselo a su hermana Gala aquel veinticinco de abril de hacía ya dos años, en el que decidió regalar una rosa que pudiera ser eterna. Llegado el momento, se le cayó al suelo y volvió tras sus pasos para buscarlo. Se alejó en la carretera desierta, que sólo frecuentaban para visitar a sus tíos, y recogió el broche disimuladamente. Cuando se incorporó, no había rastro de su hermana. La buscó en todas direcciones hasta reconocer su melena negra junto a la penúltima casa del barrio antes de que la carretera se cortase en una curva sin salida.

La mansión de fachada blanca con macetas de girasoles en los ventanales recibía con la puerta abierta a su hermana mientras un hombre sonreía apoyado en el marco morado. Clara se apresuró y la sonrisa del hombre se esfumó cuando reparó en ella. En seguida, el hombre agarró la muñeca de Gala y la arrastró dentro de la casa dando un portazo. Clara gritó, aporreó la puerta durante horas y, como respuesta, no obtuvo nada.

Tampoco obtuvo nada por parte de la policía que, días después, aseguró que dentro solo había paredes altas blancas vestidas con cuadros de girasoles. Sus hermanos la tacharon de loca. Aunque no la hostigaron demasiado porque, por aquel entonces, tenían otros asuntos de los que ocuparse. Su familia había estado tambaleándose durante meses desde que sus padres se habían desentendido definitivamente de ellos. No les había bastado con pasar las noches en el casino para gastarse medio sueldo en alcohol y apuestas; con levantarse por las mañanas para trabajar y volver a las tantas de la noche malhumorados porque tenían cuatro hijos que alimentar, que crecían sin que se dieran cuenta y pedían más y más, y ellos ya no querían darles nada.

Por aquella época, sus padres se habían percatado de que la familia los había atado a un mundo al que no pertenecían. Comenzaron con viajes los fines de semana, luego semanas enteras. Siguieron con sus desapariciones constantes y solo interrumpidas en las pocas ocasiones en que se dejaban ver por la calle, arruinados. Hubo un momento en el que parecieron recuperar algo de cordura y volvieron a casa. Les compraron ropa a sus hijos, llenaron la nevera, pagaron la luz, renovaron las rosas, se subieron al coche y, de ese viaje, ya no regresaron.

Los hermanos se mudaron a la última casa del barrio, que recientemente habían comprado sus tíos. Abducidos por el barullo, el papeleo y el duelo, nadie prestó atención a Clara salvo para hacerle creer que su imaginación había intentado dar una explicación a la repentina desaparición de su hermana inventando aquel secuestro. Sin embargo, ella estaba segura de lo que había visto. Prometió que aquella vez la creerían en el momento que marcaba otra vez el número de la policía sin dejar de mirar por la ventana. Había llegado a olvidar el rostro del hombre, por lo que fue fácil rendirse ante la posibilidad de que hubiera perdido la cabeza, pero nunca pudo ignorar aquella casa. La reconoció incluso a pesar de su deterioro cuando se mudó con sus hermanos a la casa contigua. Había escogido el cuarto desde el cual podía ver al hombre regresar a esa casa cada viernes. También había sido viernes también aquel veinticinco de abril en que desapareció su hermana.

Volvía a ser veinticinco de abril, pero no era viernes. Así que bajó las escaleras corriendo y salió a la calle sabiendo que solo ella recibiría a la policía. Aquella vez sería diferente, había espiado al hombre durante meses a través de la ventana y había unido las piezas. El deterioro de la casa en la que ya solo vivían fantasmas había ayudado a completar el rompecabezas que explicó con convicción a los agentes. Tan solo por dejar de escucharla, ellos obedecieron y entraron en la casa, de la que solo apartó la mirada cuando escuchó que un coche aparcaba detrás de ella.

— ¿Te has vuelto loca? —gritó su hermano mellizo apenas poniendo un pie en la carretera desierta —.  ¿No puedes dejarnos en paz ni para ir al cementerio? ¡Es donde deberías haber estado!

—Es suficiente —intervino su hermano mayor cerrando el coche.

—¡No! —replicó su mellizo—. ¡Yo también la quería, pero está muerta! No puede seguir comportándose como una lunática. No era la primera vez que le decía algo así, pero sí fue la primera vez que recibió una sonrisa por respuesta. Señaló hacia la casa de donde un policía salía descompuesto. A través de la puerta morada podía distinguirse al resto de agentes descolgando los cuadros de girasoles y picando las paredes blancas del salón. Aunque creía que estaba acostumbrada al hedor de las rosas muertas, el olor putrefacto la golpeó cuando, de un martillazo, un policía abrió un agujero en el yeso del que se descolgó un mechón negro.

“Diamante ensangrentado”, de Alberto Olivencia

La plaza de la luz era el sitio donde solía quedar con mi hermana; o eso creía, pues en nada se parecía a mi recuerdo. Más de doce años sin ver su rostro, más de una década alejado de mi hogar, mucho tiempo perdido en el vacío de mis férreos ideales, con la única compañía de un uniforme de cuero, un despacho sombrío en la capital y una pequeña insignia militar.

La estación de tren no se encontraba cerca de la casa de mi infancia; aun así, había rechazado el taxi para caminar de nuevo por aquellas calles. A pesar de no haber estado presente en lo acontecido, el paisaje hablaba por sí solo: el sello de la metralla decoraba los muros, un solar vacío se abría donde antes se erigían varios edificios y una maraña agrietada dibujaba el pavimento. Mi única compañía era el silencio, a veces interrumpido por el chillido de las ratas, otras por el crujir de la madera. Lo que no cesaba era la misma pregunta que rondaba en mi cabeza: “¿quién era responsable de esa desolación?”. En la plaza de la luz, una estatua que tapaba el sol señalaba en mi dirección. Se elevaba desde el centro hasta la cima de los edificios. No recordaba haberla visto antes allí. Su sombra cubría buena parte de los bares de poca clientela. Al acercarme a la figura leí en su pedestal: “Robert Sánchez, rey de reyes. Contemplad mi obra y desesperad”. Una semana antes había fallecido por complicaciones en el hígado. Ni la guerra ni las continuas rebeliones pudieron derrotarlo. Acabó ahogándose en su propia adicción y, con él, todos los que creímos en su causa. Dejé mi insignia militar en su base.

Al llegar a la casa donde se debía encontrar Brenda, mi hermana, me recibieron un par de jóvenes de ojos caídos. Me indicaron que esperara en una sala austera, tan solo decorada con una mesa de roble. Allí dejé un colgante con un gran diamante y esperé.

“¿Serían esos sus hijos?”, pensé. Pero en nada se parecían a mi recuerdo.

Alguien tocó la puerta. Toc toc toc. Una sensación de incertidumbre se apoderó de mí. Temía lo que me pudiera encontrar tras ella. Lo mismo tuvo que sentir Ned el día que yo había llegado a su puerta. Ned era el novio de mi hermana, pero también era un rebelde. Por ello, hace doce años, esa puerta no se abrió, fue derribada.

—Has perdido los modales, cuñado —me había dicho, sentado en una oficina desordenada y de la que emanaba un fuerte olor a alcohol.

—Tú has perdido la cordura, traidor —yo me encontraba uniformado, aún sin insignia,  y rodeado de un pequeño equipo de asalto bien armado.

—¿Traidor? —se levantó y alzó la voz—. Los magnates extranjeros explotan nuestros campos, roban las minas y nos esclavizan. Propones que un solo hombre, cuya única ambición es el poder, se enfrentará a ellos en lugar de forjar una alianza. Te han cegado y, si lo hacen con más personas, se afianzará la tiranía que propones. No tengo tan claro quién es el traidor aquí —gritó, y el compañero de mi derecha le apuntó con el fusil.

Le indiqué que se abstuviera.

—Relaja el tono, Ned, porque la próxima vez la orden será la contraria.

—¿Acaso hay otra opción?

Me acerqué a él, dejando a mis acompañantes detrás.

—Sí. Conoces los movimientos de los demás traidores y tienes las herramientas para acceder a todo tipo de información.

Nos separaba una mesa llena de papeleo. Él se apoyaba con una mano en el respaldo del asiento.

—También es tu pueblo, aunque parece que lo hayas olvidado —dijo.

—No lo he hecho.

—La lucha no cesará. Está grabado en nuestra sangre: no nos arrodillamos ante un grupo de adinerados, ni ante aquel que dice portar la libertad. Solo nosotros la portamos. Si sigues con este juego, se ceñirá la catástrofe sobre la ciudad, tu ciudad.

—Si tú sigues con el tuyo, no volverás a ver a mi hermana. Te estoy dando la opción de enderezar tu vida en todos los sentidos, no seas tan necio como para rechazarla.

Se me acercó. Entre los papeles de la mesa recogió un colgante ornamentado con un gran diamante.

—¿Lo reconoces? —preguntó mientras lo acariciaba— Brenda me lo dio el último día que la vi. La has utilizado para encontrarme, ¿verdad?

No respondí, pero leyó la respuesta en mis ojos.

Lo temía —alzó la voz—. Esperarás que ella no sepa que has sido tú, ¿verdad? Bien, ya me lo imaginaba, no tienes coraje suficiente para enfrentarte a ello, pero quiero que sepas que, de una forma u otra, lo sabrá —sacó un cuchillo entre los papeles e intentó atacar— lo sa…

Calló y el diamante quedó ensangrentado.

Ese mismo colgante lo había llevado Brenda el día que conocí a Ned. Ella lucía radiante, como siempre: pintalabios color fresa; un vestido del mismo color, ondulante como el mar; el pelo dorado trenzado que bailaba alrededor de ella y unos ojos que reflejaban el cielo claro de aquel día. En la plaza de la luz los niños se remojaban en la fuente central mientras en los bares sus padres se preparaban para bailar. 

—Hermano —me había dicho siempre al saludarme, de una forma que parecía cantar—, ven a bailar conmigo.

—Sabes que no es lo mío —más adelante me arrepentí de no haber aprovechado la energía de la juventud.

—Tus visitas a la capital te están volviendo muy aburrido —me dio un abrazo—, no me gusta verte así.

—Estoy trabajando por el bien de todos, querida hermana. Los ricachones invasores nos están robando mucho dinero.

—Cuando consigas echarlos del país, ¿construirás más salas de baile? ¿Me regalarás nuevas joyas y vestidos?

—Todo lo que quieras.

—Mi Ned me dice lo mismo. Él también está siempre metido en esos líos.

—¿Voy a conocerlo?

—Estará al llegar. Ya verás cómo te encantará.

El cielo se tiñó color sangre al despedir el sol. La gente se refugiaba en las pequeñas salas de baile. Brenda seguía serpenteando entre las personas. Entonces llegó.

—Hermano, te presento a Ned.

Nos dimos un apretón de manos.

—Encantado —dije—. Mi hermana me comentaba que podíamos tener la misma visión sobre la expulsión de los extranjeros, ¿es cierto?

—Encantado de conocerte. Brenda siempre me habla de tus viajes a la capital y de tu implicación con la causa. En efecto, ¿qué otra manera de enfrentarse a tal poder si no es con la organización ciudadana?

—¿Y a quién sigues?

—¿Perdón? —preguntó confuso.

—Mi líder es Robert, ¿tú no tienes uno?

—La voluntad de todos —esbozó una mueca que simulaba una sonrisa.

—Ya.

Brenda interrumpió.

—Vamos a ir a nuestra sala, que ya van a cerrar las puertas. ¿Vienes con nosotros?

—Me iré a casa, estoy cansado —respondí y me despedí.

Ned y mi hermana entraron a bailar rodeados de luces y cantos de jolgorio. Los observé enlazados, como una sola persona, hasta que la puerta de la sala se cerró.

Los años pasaron y todo quedó oscuro. La música se alzó, pero ya no era dulce y melodiosa, ahora se interrumpía constantemente. Cuando volvía a sonar, los tímpanos pitaban. En el canto, la gente sollozaba. Desesperación. La luz volvió, pero fugazmente. Una corriente repentina tiraba el mundo al suelo. Plástico quemado, putrefacción, preferiría no haberlo olido.

Toc toc toc.

Las bisagras lloraron al abrirse la puerta. La figura que apareció no era la Brenda que recordaba, pero aún podía reconocer a mi hermana. Vestía unos harapos descoloridos. Su pelo era ceniza, así como sus ojos, ahora caídos, que miraban fijamente el colgante con un gran diamante de la mesa. Al hablar, de sus secos labios solo salió una débil palabra:

—Hermano.

“Juego de miradas”, de Adrià Elías

El taconeo producido por tus zapatos se ahogó en cuanto tus suelas encontraron la yerba del parque. Hace años que dejaste atrás la época de deslizarte por el tobogán metálico y jugar en el balancín o los columpios, y aunque el atractivo principal del lugar ya te queda muy lejos, a menudo vienes a ver como los críos se divierten en el arenero. Un pequeño oasis de juegos rodeado de árboles y vegetación. Hoy está especialmente concurrido, así que decides no apropiarte de ningún asiento que pudiera usar un jubilado y quedarte palplantada, expectante a la improvisada coreografía de llanto de risa de juego de vida.

Y ahí te mantienes, de pie. Es curioso cómo al final todo se reduce a un juego de miradas. Mientras los niños observan su entorno, los padres los vigilan y ríen y beben cerveza. Mientras tú observas a esas criaturas, alguien te vigila a ti; nadie lo ha notado, solo tú.

 Decides no darte la vuelta. Una leve sensación de inseguridad recorre tu espina dorsal. Se despierta como una sutil anécdota que se despereza, rebotando en tu cavidad craneal y magnificándose hasta ocupar tu cerebro por completo. Solo es alguien que ha venido al parque a cuidar de sus hijos esto es algo que todos los padres hacen sino que se lo digan a aquellos que se pasan horas de su día simplemente observándolos jugar aunque si bien es cierto que estos suelen estar sentados bebiendo y charlando este al parecer no disfruta de estas actividades y prefiere esperar de pie pero que voy a decir yo si estoy haciendo lo mismo no puedo decirle que me está incomodando lo mejor será que me vaya de aquí daré un paseo antes de subir a casa y así hago tiempo hasta la hora de cenar.

 Tras una sentida, breve y silenciosa despedida, te alejas de los críos y desfilas por las callejuelas. La intranquilidad no desaparece. La luz solar se atenúa, dispersándose en pequeñas concentraciones producidas por las farolas. Mientras andas imitas el gesto de los perseguidos. Subes y bajas y vas y vuelves y no te detienes porque sigues notando la presencia de alguien siguiéndote. Bordeas la esquina. Retrocedes sobre tus pasos, echas la vista hacia atrás, pero no ves a nadie. Continuas. Te vuelves de nuevo y una sombra se asoma en el cruce. El pulso se te acelera. Andas más deprisa. Los tacones te aprietan, te están matando. Piensas en frenar. Te vuelves. Ves la sombra de nuevo y aligeras todavía más. Jadeas y te entra flato. No puedes más. Te va a alcanzar. Quiebras hacia la izquierda y desciendes por unas escaleras, casi saltas los peldaños de tres en tres. Unas luces rojas iluminan el final. Instintivamente, entras corriendo y, aunque ya no ves la sombra, un malestar te golpea como un derechazo directo al mentón que te tambalea.

“Abandona la esperanza si entras aquí.”1

Reconoces el lugar. A punto estas de vomitar, pero te contienes. Una hilera de fluorescentes rojos recorren como hormigas el techo, irradiando su tonalidad magenta a las paredes tatuadas con grafitis. Las cucarachas bailan alrededor de las botellas y las manchas de pis mientras tú te esfuerzas para hallarle un final a esta asquerosa trampa para insectos. Con cada pisada produces un sonoro eco que recorre la caverna. Tac, tac. Tac, tac. 

Tu mirada se detiene en una pintada fálica, la observas detenidamente. Algo penetra de nuevo en tu mente, arranca como una sutil anécdota que se despereza rebotando en tu cavidad craneal y se magnifica hasta ocupar tu cerebro por completo. Y lo recuerdas. Lo habías enterrado, pero ha brotado, crecido y florecido. Había oscurecido. Tu madre te vigilaba, aunque estaba más preocupada de beber cerveza y reír con sus amigas. Te alejaste del parque, querías ver hasta donde podías llegar tu sola, explorar. Bajaste las escaleras y entraste al túnel. Anduviste unos metros y aunque tenías miedo no regresaste. Él te hablo por detrás.

– ¿Te has perdido niña? No veo a tu madre.

No te diste la vuelta.

– ¡Niña mírame!

Aceleraste.

– ¡Que me mires! Es curioso cómo al final todo se reduce a un juego de miradas.

  1. Inscripción escrita en la puerta del infierno según Dante.